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Cuántas veces tenemos la tentación de reducir el Evangelio a una simple regla de sabiduría para la vida; de olvidarnos que el cristiano es alguien que se ha encontrado en su vida con Cristo, y reducimos nuestra fe a unas ideas, a unas normas, a una ideología. Otras veces reducimos nuestra fe a la sola esperanza en el mundo después de la muerte, y la comprendemos al margen y de espaldas a la historia que fatigosamente caminamos. 

Pero Jesucristo siempre nos invita a ir más allá de nuestras ideas, de nuestros intereses y de nuestras propias costumbres. Más allá de nuestros intereses egoístas revestidos de verborrea psicológica; más allá de lo que dicta la sensatez de los acomodados; más allá de la política que se conforma con la desigualdad y la injusticia, y que pacta con la cultura de la muerte. Cristo está más allá, invitándonos a un perdón sin límites, a una entrega sin límites, a una generosidad «hasta que duela». Cristo siempre nos invita a ir, con él, más allá.

Si solo perdonas cuando se lo merecen; si solo compartes cuando te fías del que te pide; si solo amas a tus amigos… ¿qué mérito tienes? Escucha lo que nos dice el Señor:  

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«Amad a vuestros enemigos; haced el bien y prestad sin esperar nada; sed compasivos; no juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados; dad y se os dará; así tendréis un gran premio y seréis hijos del Altísimo; la medida que uséis, la usarán con vosotros.»

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