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(Lc 4, 14-21) LO QUE UNE y da consistencia a un pueblo es compartir una cultura, una manera de afrontar la vida, la solidaridad de los distintos grupos que lo componen y el tener un proyecto de justicia en común. Los nacionalismos se empeñan en buscar en un pasado mítico y glorioso una identidad excluyente; y si no la tienen, se la inventan.

El pueblo de Dios en la Primera Alianza se alimentaba de un pasado memorable: Dios los había sacado de la esclavitud y la opresión a través de la gesta liberadora de Moisés. Pero lo que les daba consistencia como pueblo era la Ley de Dios. Una ley que habla de respeto y de mutua ayuda, una ley que busca la justicia y la solidaridad con el extranjero y los más pobres. Una ley que el mismo Dios de la misericordia y del perdón les había concedido.

La Iglesia, nuevo pueblo de Dios, reúne a personas de distintos países y culturas; pero tenemos en común ser llamados a una comunión íntima y comunitaria con Jesucristo; una comunión que nos hace procurar vivir con honestidad y dignidad nuestra propia vida, desear profundamente que todos tengan vida, y construir un mundo más justo. El relato «mítico» que nos identifica es el de un hombre que, siendo Dios, se entregó para salvarnos a todos. Por eso todo cristiano vive no para sí mismo, sino queriendo entregarse, en Cristo, a los demás.

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Un pueblo cristiano no excluye, no margina, no condena; con todos comparte el pan y el vino de la Palabra de Vida.

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