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(Juan 1,6-28) Nadie que viera a Juan el Bautista podría intuir los frutos de su vida y su predicación. Vestido con piel de camello y viviendo una vida absolutamente austera en el desierto cercano a Jerusalén; con una predicación apocalíptica que parecía hecha para asustar más que para levantar los ánimos… Y, sin embargo, quien lo escuchaba, y se dejaba purificar en el agua fértil del Jordán, daba frutos de conversión y de alegría. Los judíos que lo escuchaban en el desierto volvían a su ciudad con deseos sinceros de vivir conforme al bien y a la espera de la inminente llegada de quien trajera la salvación.

Una persona humilde, cuyas grandes palabras cobraban un sentido de autenticidad por ser él quien las pronunciaba: conversión, hipocresía, honradez, generosidad, salvación.

Ojalá nuestras parroquias y nuestros barrios estén llenos de personas humildes, de compromiso constante con la bondad y la verdad, que sean capaces de abrirse a un sentido profundo en lo concreto de la vida. Palabras como “barrio unido”, “parroquia misionera”, “solidaridad con el pobre”, “trabajo justo y decente”, “vida honrada”, dejan de ser utopías cuando las pronuncia un vecino que las vive desde su pobreza y sencillez.

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Sin saber cómo ni porqué, desde el testimonio de su pequeñez que mira al cielo, las personas comienzan a vivir sabiéndose amadas y con ganas de amar; comienzan a experimentar un consuelo más grande que la pequeña ayuda que han recibido; una alegría que sólo tiene su explicación en que procede de lo alto. Vuestro testimonio sencillo y humilde por el que os entregáis generosa y sinceramente abre este mundo a la cercanía de Dios, a la Buena Noticia del Dios-con-nosotros, la buena noticia del Enmanuel.

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