(Marcos 5, 21-43) NOS PARECE QUE para ayudar hay que tener; que es la riqueza la que en su sobreabundancia puede repartir dones; y la revelación bíblica nos muestra que Dios asume siempre el camino contrario.
Dios nos ayuda dejando su pedestal y asumiendo nuestras pobrezas. Así lo hizo con un ganadero trashumante, como Abraham; así lo hizo con un pueblo pequeño, esclavo del imponente Egipto; así lo hizo con su propio Hijo, que se hizo hombre en una familia pobre y aldeana de Galilea.
Sólo siendo pobre pudieron acercarse a él campesinos y pescadores para ser sus discípulos. Sólo siendo pobre, humilde y cercano, los enfermos se podían tomar la libertad de tocarlo con la esperanza de curarse. Dice la carta a los Corintios, «nos enriqueció con su pobreza», y esta frase tiene hondas y profundas resonancias espirituales, pastorales y, también, políticas. Buscar en la vida espiritual «ser más» (santo, bueno o perfecto) es camino ancho del orgullo y la vanidad. Desear medios potentes para anunciar a los ricos el evangelio nos aproxima al precipicio de la mundanización de la iglesia. La salvación siempre ha venido, y siempre vendrá, de los pobres.
Una sociedad que tiene como cultura dominante el hedonismo y la comodidad, que se acostumbró a beneficiarse de un comercio a sabiendas injusto, que cerró los ojos a la violencia que sembraba lejos de sus fronteras para conseguir abultados beneficios económicos, es una sociedad envenenada de insensibilidad y avaricia. ¿Quiénes podrán venir a salvarnos de nuestra propia iniquidad? Igual…, ya están viniendo.