(Juan 20,19-21) Este tiempo de Pascua, de celebración de la resurrección de Cristo es, paradójicamente, el tiempo de la Iglesia. Es la comunidad cristiana la que acoge y vive la Resurrección. Es el grupo de los discípulos los que se ven transformados hasta los niveles más profundos de su conciencia y capacidad. Por eso, es tiempo privilegiado de alegría y reflexión para todos los que estáis incorporados a grupos de oración y apostolado en vuestras parroquias.
El texto del evangelio del próximo domingo os lanza el reto de la fe. Tomás, un apóstol entregado y valiente, ante la experiencia de la cruz había desesperado de confiar en Jesucristo. Después de ver a Cristo en la pasión, sólo podía fiarse de lo que él podía hacer, de sus propias fuerzas, de lo que podía ver y tocar. Tomás es símbolo del cristiano que se fía más de sus fuerzas que de la eficacia de la presencia de Cristo en la vida. El discípulo duro y sincero caerá de rodillas ante las llagas del maestro. Toda su dureza y tozudez se verá desbaratada por el amor y la paz de quien le muestra sus llagas.
En nuestros grupos ocurre muchas veces algo parecido. Quien está sufriendo más, por el motivo que sea, el que está viviendo heridas en su cuerpo o su espíritu, es el que está más capacitado para mostrarnos el camino de la vida: la madre del discapacitado, el jornalero en paro, la madre abnegada que nunca repara en sí misma, la persona que no tuvo oportunidad de aprender a leer, aquella que cuida con esmero a su familiar enfermo, quien trabaja a destajo de sol a sol… La profundidad de su fe es el signo más elocuente que todos hemos de escuchar.