Hollywood siempre ha sido amigo de estas historias de personajes que resucitan de sus cenizas, de seres que luchan duramente por lograr su sueño, por alcanzar sus metas. En cierto modo es de lo que trata El luchador, cinta que muchos dicen que ha supuesto el resurgimiento, el renacer, la vuelta del lado oscuro del otrora sex-symbol Mickey Rourke (quizás olvidando que en estos años en los que supuestamente no estaba bien ha protagonizado alguno de sus mejores papeles: Animal factory, por ejemplo, o incluso el de Sin City).
Estados Unidos-Francia, 2008. (115’)
Título original: The wrestler.
Director: Darren Aronofsky.
Producción: Darren Aronofsky, Scott Franklin.
Guión: Robert Siegel.
Fotografía: Maryse Alberti.
Música: Clint Mansell.
Montaje: Andrew Weisblum.
Intérpretes: Mickey Rourke (Randy ‘The Ram’ Robinson), Marisa Tomei (Cassidy), Evan Rachel Wood (Stephanie), Mark Margolis (Lenny), Todd Barry (Wayne), Wass Stevens (Nick Volpe), Judah Friedlander (Scott Brumberg), Ernest Miller (El Ayatollah), Donnetta Lavinia Grays (Jen).
Randy ‘The Ram’ Robinson fue una auténtica estrella de la lucha libre veinte años atrás. Un verdadero ídolo de masas, con combates que aún se recuerdan. Hoy, dos décadas después, sobrevive trabajando en un pequeño supermercado, y los fines de semana continua pegándose por cuadriláteros de tercera categoría, en pueblos pequeños que lo jalean, lejos de la fama de antaño, por unas cuantas monedas. En su vida la única persona importante es Cassidy, una mujer ya entrada en la cuarentena que trabaja como streaper. Cuando sufre un infarto en una competición, Randy se replanteará su vida e intentará recuperar el amor de su hija, a la que abandonó muchos años atrás.
La película, que ganó el León de Oro en el último Festival de Venecia, y que contaba con dos nominaciones a los Óscar por su pareja protagonista (ninguno de los dos acabó ganando, Rourke perdió frente Sean Penn, y Marisa Tomei ante nuestra Penélope Cruz) tiene su principal baza precisamente en sus intérpretes. Con otro intérprete que no fuera Rourke (la historia se parece bastante a la suya, ya que cuando estaba en la cumbre cayó en el pozo de las drogas, fue varias veces condenado por diversos motivos, como pegar a su mujer –la bellísima modelo y actriz Carré Otis–, e incluso dejó temporalmente la interpretación para dedicarse al boxeo) la película habría perdido bastante. Y Marisa Tomei vuelve, con un papel en cierto modo parecido al que tuvo con Antes que el diablo sepa que has muerto, a demostrar lo que muchos ya sabíamos: que es una gran actriz que, a veces, no ha sabido elegir bien sus papeles.
Aronofsky juega con la camaradería de los luchadores de ese espectáculo del dolor fingido que es la lucha libre, descubre sus trucos, todo ello para lanzarnos un mensaje que el protagonista descubre casi al final. Son mercancía, venden y explotan su cuerpo, ahí es donde Randy encuentra casi un alma gemela en Cassidy, son carne que únicamente tienen su sentido encima del ring (él) o del escenario (ella), que estarán allí hasta que el público quiera, y que fuera de él no son nada. Irónicamente, cuando más bajo de moral se encuentra Randy su trabajo pasa a ser concretamente el de vender carne.
Grandes interpretaciones, una historia que va ganando a medida que avanza el metraje, te emociona y te mantiene en tensión, aunque ya sepamos lo que va a pasar y cómo va a terminar la historia.