( Lucas 24, 13-35) QUIZÁS tengas miedo y no seas capaz de reconocerlo.
Miedo a ser libre, a hacerte las preguntas que laten en tu interior; miedo a lo que van a decir unos y otros; miedo a cambiar algunas de tus costumbres; a cambiar lo que, por comodidad y por inseguridad, estás haciendo o dejando de hacer.
Hasta ahora has vivido la fe en Jesucristo como lo acostumbran entre los tuyos: con burlas y con desprecio, o como mera costumbre de unos días al año y como el último clavo ardiendo al que agarrarse cuando ya no quedan otras soluciones. Pero estás sintiendo que no es bastante, que hay una verdad que intuyes y que no te atreves a mirar. Sientes una inquietud por la verdadera fe en Cristo que no apagan ni los clamorosos pecados de la iglesia y los clérigos, ni la omnipresente propaganda anti-cristiana que soportamos. Y tienes miedo.
Miedo de que te llamen beato, miedo a manifestar tu fe entre tus amigos, miedo a ofrecerte para colaborar con el equipo de Cáritas, miedo a preguntar por algún grupo de formación de adultos en la parroquia, miedo, incluso, a ir a la misa en la que te encuentras a gusto. ¿Quién nos iba a decir que ser cristiano iba a ser difícil?
Ese paso de valentía no lo podrás dar solo. Necesitarás –tú y todos, ahora y siempre-, de la fuerza de Cristo en la eucaristía, del impulso que nos da Jesús en la comunión del pan. Pero si sientes esa pequeña lucecita, que es el deseo de conocer y acercarte más a Jesucristo, síguela. Nunca nadie se arrepintió de arriesgarse por ser libre, por acercarse a un hombre verdadero, a una persona de verdad.