(Lucas 2,15-20) Celebramos los días de Navidad el nacimiento de Dios hecho hombre –hecho debilidad, hecho ternura, hecho pobreza– en el pesebre. Pero cada Navidad celebramos también, o quizás por eso, la realidad sagrada de la familia. Gracias a un derroche de cariño y de ternura, de entrega y de generosidad todos hemos llegado a ser personas. Año tras año, mes tras mes, hora tras hora, estuvieron, y están, pendientes de nosotros, sosteniéndonos en nuestro ser, manteniéndonos en la propia humanidad. Toda familia es sagrada.
Hay muchos atentados contra la familia, que son atentados contra la propia humanidad de la vida. Y hemos de denunciarlos para que el silencio no deje el campo abierto a una deshumanización con tintes de modernidad.
Cada vez que un banco desahucia a una familia y la amenaza con dejarla en la calle por no poder pagar la letra de una hipoteca imposible, se está atentando contra la familia. Cada vez que una empresa quiebra y, por mantener la cuota de beneficios, deja en el paro a padres y madres que mantienen su hogar, se está atentando contra la familia. Cada vez que se despide a una embarazada por el simple hecho de estarlo y ser “menos productiva”, se atenta contra la familia.
Cada vez que relativizamos el valor del amor conyugal, y la vivencia de la sexualidad; cada vez que no le proponemos a los jóvenes el inmenso respeto que han de tener a su pareja y el tesón que hay que poner para cuidar el amor y la entrega del matrimonio; se atenta contra la familia.
¿Estás cuidando tu propia familia? ¿No ves que es Dios mismo quien te lo pide?