Se fue el Garmendia

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GarmendiaJueves 26 de abril de 2007. Como cada día me despierto muy temprano y cuando lo hago la radio ya está puesta. Oigo una voz ronca, inconfundible, recitar aquel monumento de romanza en do mayor a la pavía de bacalao. Se nota que es una grabación y al fondo una música que parecía la banda sonora del Santo Entierro. No necesité oír la noticia porque, a quienes le conocíamos, nos sobraban datos para saber que Antonio Garmendia estaba de cuerpo presente.  
Le conocí en Villa Pepita cuando era Peña Bética pero, sobre todo, era el epílogo del romanticismo nazareno. Allí llegó una noche con algunos futbolistas de postín. Era un tipo alto, muy barbudo, muy dicharachero y capaz de hablar de fútbol hablando, y bien, de cosas ajenas a veintidós tíos en pantalón corto corriendo detrás de una pelota. Después, en mi época de estudiante, me crucé con él muchas veces por su barrio, en Sevilla, entre Placentines y Argote, la trastienda de la catedral. En bastantes ocasiones cambié dos cervezas con tapa en el bar del SEU por una sola y tapa barata en Casa Robles cuando era taberna y aún quedaba lejos la barra para gourmets y restaurante de nouvelle cousine. Mi afán era estar cerca de él, de sus tertulias, para aprender oyéndole. Y disfrutar.

Su apellido delataba su origen del que siempre presumió (sus diecisiete primeros apellidos eran vascos) hasta el punto de que alguien le llamó “El Señor Conde de Vasconia”. Y sin embargo era sevillano a carta cabal, ‘pa reventá’. Me hice amigo de uno de sus más preciados hijos, el Cipriano Telera, que con sus chistes nos deleitaba desde aquel Correo de Andalucía que dirigía el cura Javierre. Era el Cipriano una prolongación de su propio autor y como ejemplo basta recordar aquella historieta del mozuelo primario pero certero, como un Séneca revivido, cuando llegó a la mili y lo primero que hizo fue buscar al cabo furriel para pedirle la cuenta que aquello no era lo que le habían dicho; o cuando salía de viaje y escribía a su familia en este tenor: “Opá, estoy aquí ende que llegué y no vuelvo hasta que regrese”.

Garmendia se licenció en Ciencias Químicas y se hizo marino mercante pero terminó dando cada día una peoná cuando, después de engullir un montón de morapios, cogía Cuesta del Bacalao p´arriba en busca de sus aposentos.

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No sé cuántos libros ha dejado firmados, ni cuántos chistes dibujados, ni cuántas columnas escritas, ni cuántas exaltaciones enversadas, ni cuántas caricaturas hechas, ni cuántas horas de radio… De todo mucho porque Garmendia era un creador. Siempre llevaba una carpetita con algún papel en blanco y algunos rotuladores y cuando le venía la inspiración se ponía donde primero le pillara a dejar su impronta ya fuera en verso, en dibujo, en frase lapidaria o en recordatorio de algo para desarrollar con más tiempo como un “contar lo de Cossío”, “hablar del pirriaque”, etc. El destino me permitió pillarle de esa guisa en varias ocasiones por la calle Bamberg, por los escaparates de Peyré… Por su zona, siempre por su barrio.   
 
Su anecdotario era de los más ricos de Sevilla desde cuando sus padres hablaban euskera paseando por Sierpes hasta aquel amigo a quien llevó a conocer el mar y éste, al ver tanta agua, exclamó: “joé, la que ha caío por aquí”. Y para qué contar lo que era su casa en Semana Santa para ver desde sus balcones desde la Borriquita hasta la Trinidad pasando por Santa Marta, los Panaderos, la Macarena… Varias cada día. Una casa, unos balcones donde en esos días, entre paso y paso, siempre había una copa de manzanilla, un plato de jamón y un ambiente hasta ganarse el gallardo título de “Caseta la Dolorosa”. De esos balcones de su casa se acordaría cuando llegó a Nueva York y viendo tantos rascacielos con tantas ventanas sin salida al exterior y sin barandas no pudo por menos que exclamar: “¡Aquí dónde se cantan las saetas!”.

Garmendia fue creador pero también provocador y transgresor como él mismo dejó lapidado en aquel pregón cofrade en el que tras unos versos que levantaban el aplauso miró con descaro al público y no se reprimió la pregunta que le tenía en ascuas: “¿Alguien sabe cómo va el Betis?”. Otro día (esto sí lo viví), en el Salón Colón del Ayuntamiento de Sevilla, en la presentación de un libro, medio aforo se dio cuenta que para el otro medio el Garmendia ya no era el Garmendia sino Donantonio. Allí estaba la “toa Sevilla”. Murió el miércoles de Feria y, como si lo viera, allá donde estuvieran esperándole llegaría preguntando: “¿es verdad que en la caseta del Herrera este año hay pijotas?”

Así fue y así le recuerdo y así pretendo dejar su memoria en mi pueblo por donde el ilustre atípico paseó algunas veces. Es posible que muchos no llegaran a conocerle ni a identificarle físicamente pero a esos les digo que quizás sí le han conocido e incluso imágenes suyas, imágenes vivas, estén en sus casas en forma de vídeo o DVD. Todos recordamos el gran personaje del Conde de Albiac creado por Pérez Galdós en su obra El Abuelo, la fascinante película que Garci hizo de esa historia y la magistral interpretación de Fernán Gómez. Alto, mirada de lictor, elegante terno negro y enorme barba blanca. Así es el Conde de Albiac de la película y tan así era Garmendia.

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