Marcos 16, 15-20
A muchos católicos nos da vergüenza decir que lo somos, y nunca nos atrevemos a proponer nuestra fe a los demás como el auténtico sentido de la vida.
Esta situación, que sinceramente creo que se da en muchísimos católicos, está en flagrante contradicción con el mandato de Jesucristo: “Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación”.
Ya se que se proclama el evangelio también con el testimonio de la vida; y que un compromiso de solidaridad y justicia con el que sufre también es hablar de Cristo. Pero es que tampoco vivimos con demasiada radicalidad ese compromiso, ¿verdad?
Somos capaces de decir que pertenecemos a tal o cual hermandad –como es una cosa de tradición y de familia sabemos que no nos identifica demasiado. Si estamos en un ambiente más o menos favorable podemos decir que vamos a misa o que somos catequistas. Hablamos sin pudor de valores, de la justicia, de la libertad, de los derechos. Pero decir abiertamente que creemos en Jesucristo como el verdadero sentido de nuestra vida, que en Él confiamos todos nuestros problemas y alegrías, y que gracias a Él vivimos una vida más plena y feliz, nos resulta más duro. Tan duro que nunca lo decimos, ni siquiera con los que están más cerca de nosotros, y, por tanto, parece que los católicos estamos desaparecidos en combate.
“Es que la Iglesia nos lo pone muy difícil con sus normas arcaicas y fuera de lugar”; es discutible, pero te lo acepto. Cualquier institución tiene más escándalos y contradicciones y no suenan tanto, pero te lo acepto.
No te engañes el problema está en ti, en que no tienes la suficiente valentía para mostrarte como eres ante los otros; en que a pesar de todo lo que le debes a Jesucristo te da vergüenza de hablar de él, de cómo te ha ayudado la oración, de cómo te ha encauzado siempre hacia una vida auténtica. No te lo voy a decir yo, dime tú qué calificativo merece aquel que se avergüenza de la persona a la que quiere y a quien le debe todo lo que es.