Hace unos días, como cada Navidad, recibí una carta de Eulogio en la que me narraba las andanzas caídas y levantadas de su azarosa vida. Tiene su residencia habitual en Estados Unidos porque es profesor en una universidad americana. Sevillano de nacimiento, se dice pertenecer al Planeta, pues su mirada está por encima de las patrias y naciones. No me envía un Christmas, sino una larga parrafada en varias cuartillas. Somos amigos desde niños, una amistad limpia y desinteresada que pasa por encima de los años, fluida y sin cumplidos. La Navidad agita su ser de agnóstico en lo que al sentido de la vida y Dios se refiere. Su mente oscila de la trascendencia a la nada. No elige, no se arriesga. Prefiere, en todo caso, la angustia serena, pálida, de la incertidumbre habitual. Me cuenta que se siente más en contradicción que antaño. Como el filósofo Pascal, piensa que el corazón tiene razones incomprensibles para el entendimiento, por eso cuando trata de dar explicación a esas razones, todo es, al fin, una calamidad.
Las melancolías de los dulces recuerdos de las navidades de sus años jóvenes le sitúan en aquellos tiempos del largo y viejo bachillerato, cuando en vacaciones armaba un nacimiento con molino de aspas que giraban, un río y un lago con verdadera agua, un pescador y los patos que cobraban vida con sólo un soplo, como en una nueva creación simulada. En su imaginación, los camellos de los Magos caminaban y estaban cada día más cerca de la cueva silenciosa del misterio, que alumbraba y daba calor a todo aquel drama, mientras los pastores, eternos caminantes de los senderos, se adelantaban cantando al niño Dios.
Me cuenta Eulogio en su mensaje que, pasado el tiempo, aquel barro quebradizo perdió su color, su vida primitiva, pero que, no obstante, lleva muy mal que de aquel franciscano encanto se haga ahora tanta mercadería y capital, que le entristece que aquella luz de libertad sea utilizada por comerciantes, políticos e incluso gentes de “religión” efímera, liviana, fundamentalista y superficial. Eulogio admite no ser creyente, mas no disimula que el belén de su juventud le conquistó para siempre. Ahora lleva por ahí, callado y solitario, a aquel niño sin ostentación, con dignidad, sin doblez. Un belén viviente con aspas de molino que giran, río con agua de verdad. Un belén de barro quebradizo como él lo cree.