Recuerdo verla siempre alegre, callejeando y tirando de un viejo carrito de compras. En él llevaba todo lo necesario para satisfacer el hambre de alguna familia pobre. Siempre sola, libre de prejuicios, con una profunda humildad. Siempre pensando en paliar el hambre, si ella lo podía evitar. Sus ojos negros, transparentes, vivarachos y llenos de bondad, mostraban a veces extrañeza e inocencia, al igual que los ojos de una niña, esa niña que de pequeña jugaba con sus hermanos y su muñeca de trapo. Nunca perdió la inocencia y derrochó caridad con los desfavorecidos del pueblo.
Con el paso inexorable del tiempo, nuestra amiga María se nos ha ido. Yo creo que cogió su carrito y se marchó deambulando hacia el cielo. Allí estará con otras tantas personas santas que han vivido en el anonimato y que, dando ejemplo con sus vidas, esperan que sigamos su labor: dar y servir sin esperar recompensa. Descanse en paz.