El mercado de abastos de Montequinto por estos días es una sauna, un volcán en erupción, un tremendo caldarium que no espera la grata reconpensa del baño frío. Frecuentarlo es sudar. Sudar sin parar. No sé cómo se ha llegado a esto y qué grado de confusión y desidia puede haber entre las instituciones que tienen competencias en ese recinto de propiedad municipal, de la Junta o de quien demonios sea. Pero lo cierto es que la cosa está ya que se derrite. Peor que nunca.
Nosotros, los usuarios, solo pasamos en él un corto espacio de tiempo porque la compra puede hacerse en varios minutos o media hora a lo sumo. Pero los que allí trabajan con sus puestos y sus tiendas se tragan cada verano lo peor de la flama a falta de un aire acondicionado que parece no llegar nunca… con tanto como se derrocha por otro lado.
Hace ya más de un mes que creí que lo instalaban porque mi balcón da justo encima de su techo y empezaron a trabajar en él. Vaya, dijimos, parece que este verano tendremos aire, por fin, en el mercado. Pero qué va. Abrieron una zanja alrededor de las mamparas y ahí siguen dos operarios igual que el Guadiana: lo mismo van que vienen. Lo cuento tal y como lo veo porque ese techo es mi paisaje más inmediato y los pisos de altura que le supero me dan la perspectiva suficiente para seguir el tema como lo hacía Colombo. Es que los veo por fuerza cada mañana con sus chalecos amarillos fluorescentes. Vamos, aunque no quiera.
La planta del edificio es un hexágono con sus cortes de volumen para formar la fachada, que la remata un frontón, y en el centro del techo hay dos mamparas que dan luz y calor en invierno al interior. Lo que pasa es que en verano hacen justamente lo mismo y el Lorenzo se esquiva mediante unos toldos o velas que este año han tardado en llegar. Ayer lunes vi que, por fin, las estaban colocando. Pero el ventilador aún sigue parado y el aire acondicionado es un lujo inalcanzable.
Al fin y al cabo qué más da. A quién puede importarle a estas alturas una simple plaza de barrio y que se estropee el género perecedero de los pequeños comerciantes. A quién le preocupa que no puedan abrir por la tarde, que las ventas disminuyan hasta la angustia porque se van quedando solos, poco a poco, ya que la gente prefiere las grandes superficies… pero en qué minucias me meto.
Siempre vi en los mercados una bella pasarela por la que pasa la vida prendida a sus puestos de flores, de frutas, de carne y pescado fresco, de especias, embutidos, frutos secos, legumbres, cerámicas, telas, mimbres, bazar. Estas plazas deberían protegerse como un Bien de Interés Cultural por la carga antropológica que encierran. También el saludo y las risas y la conversación, a la espera del turno en el puesto, son una buena costumbre. Justo la que alimenta ese vivir sin prisas que ya es un lujo prohibido a la sociedad occidental.