(Marcos 6,7-13) ES UN DATO tristemente contrastado en muchos países que el cristianismo es, en la actualidad, la religión más perseguida. En algunos países está prohibida y en otros se la confina tras los muros de los pocos templos que se permiten, en otros se la ridiculiza y se exageran sus errores. Miles y miles de personas son represaliadas y perseguidas cada año, algunos son asesinados. Y es que la fe cristiana es peligrosa por su talante apostólico, porque la experiencia profunda de la fe nos llama a los creyentes a compartir con los demás el sentido hondo y luminoso que ofrece Cristo a nuestras vidas.
Un cristianismo de misas solemnes y ritos antiguos, o un cristianismo de folclores y tradiciones festivas, no encontrará mucha persecución; al contrario, recibirá subvenciones de quien quiere instrumentalizarla como medio de propaganda personal. Un cristianismo de sacristías hacia dentro, que no cuestiona la injusticia de la sociedad en la que vive, que no tiene en su centro los sufrimientos de los pobres, no será perseguido; un cristianismo que tenga en más importancia su beneficio que el mandato misionero de Cristo, no será perseguido.
Cuando los cristianos entramos a cuestionar una economía que descarta a los más pobres, una moral de lo políticamente correcto que pierde el horizonte de la sensatez y del bien; cuando los cristianos vivimos y anunciamos que Cristo es Señor, y que ninguno de los «señores» de este mundo es nada en comparación con él…, empezamos entonces a ganarnos la marginación y la persecución.
Cristo nos envía a ser apóstoles, a que busquemos la justicia en el mundo, a que tengamos la evangelización como prioridad de toda su vida, teniéndolo como auténtico sentido de la vida.