(Juan 4, 5-4) El evangelio de esta semana nos narra el encuentro que Jesús tiene con una mujer samaritana. En ese encuentro la mujer encuentra su verdadera intimidad y se despierta en ella deseo y esperanza de plenitud.
Jesús es maestro del deseo: “dame de beber”, le dice a la samaritana. Jesús desea el agua que cada uno somos. Él es quien nos desea; él es quien te desea. Jesús tiene sed del amor de la humanidad a Dios. Jesús comienza pidiendo agua a la samaritana para acabar ofreciendo lo mismo que pedía, agua, elevado a rango de realidad verdadera: “Tú me pedirías a mí y yo te daría un agua viva (…) El agua que yo quiero darte se convertirá en tu interior en un manantial del que surge la vida eterna”. Siempre nos pide lo poco que podemos ofrecerle, nuestra realidad caduca y mediocre para regalarnos en plenitud lo que nos había pedido. Nos pide un poco de perdón y nos regala la reconciliación absoluta; nos pide un poco de generosidad y nos regala la vida; nos pide abnegación y se nos entrega en la cruz.
Al sentirnos deseados por Jesucristo con la mujer expresamos un deseo: “dame de esa agua”. La sed de Jesús sacia nuestra sed para siempre. Jesús es el agua viva: “Si alguien tiene sed, que venga a mí y beba”. Por su relación con Dios, por su relación con nosotros es cauce de vida. Jesús no trae cosas que calman nuestra sed, él es quien nos llena la vida.
Cuando encontramos un manantial en el campo, bebemos de él; pero luego nos sentamos a la sombra de los árboles que alrededor han crecido y en silencio escuchamos el canto de los pájaros que están cerca y que vienen a él también a beber. No es el agua que buscábamos lo que nos encontramos, sino un oasis que nos permite recuperar la alegría de vivir. Así es el encuentro con Jesucristo.