(Pasión según san Marcos) SIEMPRE NOS resulta incomprensible el asesinato de Jesucristo. Un hombre profundamente religioso al que los piadosos de su tiempo ansían eliminar; un profeta que abiertamente había declarado que su mesianismo no era político, ni se movía en los parámetros del poder mundano, al que se le condena por subversivo, por hacerse ‘rey’; un hombre rodeado de un nutrido grupo de seguidores, que había despertado una inusitada admiración, y que muere solo, abandonado por todos.Aún más, un hombre de Dios que se siente, en el último momento, abandonado por su Padre. Todo en la muerte de Jesucristo, en su asesinato, nos mueve a perplejidad.
Toda muerte nos mueve a perplejidad y desazón. Los crueles asesinatos de cristianos a manos de islamistas; los subsaharianos que pagan con su vida el intento de buscar una vida mejor en nuestros países inhumanamente desarrollados; las personas que por enfermedad o accidente mueren en nuestro entorno…nos dejan con sentimiento de impotencia y vaciedad.
Pero lo que nos deja perplejos no es la muerte, sino la luminosidad de la vida que cada persona tiene en su interior. La disolución de un ser vivo no nos llamaría a desazón si no palpáramos, sin comprender, la grandeza y la dignidad de cada persona. Es cuando la luz se oculta y nos deja a oscuras cuando con más claridad reconocemos que hemos nacido para dejarnos iluminar.
La muerte de Jesucristo dejó en los que la vieron una sensación de vacío que les preparó para acoger la luz de una resurrección que nos sigue impulsando a los creyentes a dolernos de toda muerte, a acoger toda vida, a defender la dignidad de los más débiles.