(Juan 9,1-38) “ME COSTÓ mucho reconocerlo. Tuve que estar al borde del precipicio en mi vida y estar a punto de perder a mi familia para recapacitar y pedir ayuda. Mientras que uno mismo no se da cuenta de sus cegueras no hay nada que hacer, nada de lo que te digan sirve para nada.
Pero después de aquello vino lo peor: las recaídas. Aparentemente sabes que el enganche te está matando; lo sabe tu cabeza, pero tu corazón, a veces, se ciega, quiere cegarse, quiere olvidarse de todo y avanzar hacia el precipicio. Es una sensación extraña. Las recaídas te producen vergüenza, sonrojo, indignación contra ti mismo. Eso al principio, después te justificas y parece que son naturales, que siempre tendrás que soportarlas. Pero van mermando poco a poco tu autoestima, y el cariño que sientes por los demás ves que es hipócrita y falso.
En mi caso no fueron los psicólogos, ni los terapeutas, ni los consejos de mi madre o mi mujer, ni la ternura de mis hijos lo que me devolvieron la vista. En mi caso fue la fe en Jesús. Ya sé que no es “moderno” decirlo, pero es así. Tenía todo para caminar pero me faltaba la voz interior de Quien lo puede todo. Y en un momento la tuve.
Con lo que he vivido no puedo condenar a nadie; ¿cómo podría hacerlo? Pero yo veo a mi alrededor a muchos “enganchados” a estupideces que le impiden ver el mundo y a los demás. Hay quienes se enganchan a la basura de la tele y no ven que están perdiendo a intimidad con su pareja. Hay quien se engancha a la ideología que condena a quien piensa distinto. Hay quien se engancha a la comodidad, o a la imagen de su propio cuerpo… y no ven otra cosa”.