(Juan 18, 1-14)
Estamos acostumbrados a imaginarnos a Jesucristo en el Huerto de los olivos sufriendo tristeza y angustia, y, probablemente, así fue. Pero san Juan en su evangelio nos da una imagen distinta. San Juan no nos narra la angustia del hombre, sino la fortaleza humilde y la grandeza generosa del Dios encarnado.
No llega Judas con los soldados, es Jesús quien sale a su encuentro. No hay beso traidor, es Jesús el que pregunta sin esperar: ¿A quién buscáis?; y el que proclama, alto y claro: Yo soy Jesús de Nazaret. No es Jesús quien cae preso, son los soldados quienes retroceden y caen en tierra ante la palabra firme y segura de aquel hombre. En la pasión según san Juan, Jesucristo va venciendo a la violencia, a la mentira, al pecado y a la muerte con la fuerza de su amor y de su vida. San Juan no nos muestra su carne torturada, sino su Espíritu desplegando toda su fuerza ante la más grande inhumanidad de los hombres. Para san Juan, ésta, no es la hora del poder de las tinieblas; sino la hora en la que el Hijo va a mostrar toda la virtualidad de su ser, toda la fuerza de su divinidad. Pero Dios no es el que somete a la fuerza, sino el que, desde el perdón y la misericordia, llama a nuestra libertad. El poder de Dios se manifiesta en el niño que en el vientre de su madre la llama al amor y la entrega. Se manifiesta en la mujer inmigrante que la familia para la que trabaja no le da de alta en la seguridad social, no le da, siquiera, ni los descansos ni el sueldo estipulado. En el anciano que espera que su familia vaya a verlo estos días a la residencia. En quien por luchar por la justicia, de verdad y no de pancarta, sufre la marginación y la injusticia de quien ahora está en el poder.
¡Qué paradójico, qué sorprendente, qué irresistible es el poder de Dios! ¿Lo descubriremos en nuestra vida?
Rvdo. José Joaquín Castellón