Getsemaní

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(Lc 1, 39-45)La inquietud no lo dejaba parar. Sabía que uno de los suyos lo había traicionado; no iba a huir. Estaba decidido, pero ni tenía serenidad para estar con los suyos, ni podía estar rezando sólo. Por eso se fue con los tres más íntimos y alejándose unos pasos de ellos se postró en tierra rezándole al Padre. Hasta tres veces se levantó de la oración y, nervioso y casi fuera de sí, volvió a rezar. Siempre rezaba lo mismo: “Que pase de mí esta copa de amargura; pero no se haga como yo quiero, sino como quieres Tú, Padre”.

 

Fueron momentos duros; estaba experimentando la debilidad de su propia carne; experimentaba la tentación de quien puede todavía echarse atrás y abandonarlo todo. Podía engañarse, darse un tiempo y “marear la perdiz”, evitando que esa noche lo prendieran, retrasando su enfrentamiento a muerte con el mal.

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Esa noche el Padre no le daba la fortaleza que necesitaba. Ni la oración le quitaba la angustia y el miedo. En otros momento había contemplado la presencia del Padre en los pobres y en los enfermos; se había llenado de su bondad que le pedía que se enfrentara a todos para curar a Ezequiel, el leproso; para perdonar a Esther, la prostituta; para levantar el ánimo de los que anhelaban el Reino de Justicia y de Amor, el Reino de Dios. Pero ahora se enfrentaba a su propia muerte; y una muerte tan terrible… Ahora era el abandono, el sufrimiento, las torturas, la cruz, la agonía, el dolor…

No sabemos cómo fue, pero en el último momento, cuando ya casi se escuchaba a Judas venir con el Sanedrín y los soldados, la fortaleza y la valentía del Padre cambiaron su espíritu  por completo. Se levantó y era un hombre nuevo, ya no había ni angustia, ni inquietud. Comenzaba con una serenidad inaudita su pasión.

 

 

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