(Juan 12, 2-33) En la última etapa de su vida histórica, Jesús, vivió en la clandestinidad. No nos tiene qué sorprender; él sabía que lo buscaban para asesinarlo; y era él quien iba a decidir el momento y la circunstancia. Por eso tuvieron que acudir a un traidor que desvelara dónde se escondía durante la noche.
En el evangelio de esta semana, unos griegos buscan a Jesús y acuden a Felipe, que no sabe qué hacer, si era seguro presentárselo o no, y consulta con Andrés, que tampoco lo sabe y lo consulta primero con el propio Jesús.
Jesucristo afronta el reto, ¿cómo la luz va a estar escondida y oculta? La luz ha venido para alumbrar, quemándose en su misión. La siembra de la nueva humanidad exige su vida y, venciendo la turbación y el miedo a la muerte, él la ofrece. Él es el grano de trigo que necesita el mundo, y venciendo su angustia y su miedo, se ofrece al Padre.
¡Qué mediocre y torpe nuestra vida cuando la comparamos con la de Jesús! ¡Cuántos miedos pequeños nos paralizan! ¡Cuántas obsesiones y rencores nos quitan la felicidad! ¡Qué pequeña la generosidad con que ayudamos a los que sufren! ¡Qué cobardes son nuestras mayores valentías! ¡Qué timorata y corta la entrega que hacemos al Dios que todo nos lo ha dado, nuestra vida y la de su propio Hijo!
No lo digo para que nos culpabilicemos, sino para que admiremos la entrega del Padre y del Hijo. Y llenándonos de la entrega de Dios vivamos con más radicalidad nuestra fe y nuestra solidaridad cristiana.