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(Marcos 12, 38-44) DAMOS UN PASEO y observamos a los adolescentes que parlotean animadamente sin casi escucharse unos a otros; al anciano que lentamente va dando el paseo de la tarde en soledad; a la madre que sale del coche con cuatro bolsas en las manos y que encuentra sitio para no soltar a su hijo y poder atinar con la llave en la cerradura; al migrante magrebí que entra en una casa con fachada desvencijada, casi ruinosa; también podemos contemplar cómo la luz va cediendo sitio a la oscura serenidad de la noche…

Una de las tareas más importantes en la educación es enseñar a mirar. Saber mirar y fijarse en los detalles nos ofrece datos importantes para conducirnos en la vida. Una madre o un padre que mira a sus hijos sabe si están nerviosos o tristes, si algo les preocupa o si están excitados por algo, por mucho que ellos quieran disimular. Esta mirada requiere empatía, entrar en el mundo de la persona que observamos, y comprender cómo siente y cómo se siente, por qué hace las cosas y la hondura personal de lo que hace. Esa mirada es un análisis que va más allá de lo que se ve, descubriendo el corazón de a quien está mirando.

Jesús ve a una anciana que echa una monedita en el cepillo del templo y descubre que ha echado más que otros que hacían grandes donativos: ella había echado todo lo que tenía para vivir. ¡Quién nos enseñara a ver el mundo y a nuestros hermanos con la mirada de Dios!

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