(Lucas 1,26-38) No se extrañó maría de que un ángel la visitara; como si estuviera acostumbrada a experimentar la presencia luminosa y plenificante del Dios Verdadero. Lo que le extrañó fue el nombre que en esta ocasión le había dado: Llena-de-gracia.
Por eso se preguntaba qué saludo era aquel. Más se extrañó al presentir que Dios la llamaba a ser la madre del Salvador del mundo; y que, a través de ella, su fuerza liberadora y sus promesas de salvación se van a manifestar en la historia. Más sorpresas le esperarían a aquella muchacha durante toda su vida.
Generaciones y generaciones llevaba esperando el pueblo judío al Mesías, al Salvador. Y cuando la salvación se presenta, cuando la promesa está para realizarse, se sorprenden.
Nuestra vida es así. Por mucho que esperemos una situación cuando llega siempre resulta inesperada. La realidad desborda y deja empequeñecidas las ideas que nos hacemos.
Esperamos poder compartir con amor nuestra vida, o abrazar a un hijo de nuestras entrañas, o tener la oportunidad de trabajar por la justicia, o acercarnos de verdad al Dios de la Vida. Lo esperamos, y cuando llega nos deja confundidos.
Porque lo verdaderamente nuevo siempre nos exige que crezcamos en generosidad, siempre nos obliga a renunciar a nuestros pequeños egoísmos, a nuestras pequeñas manías, para acoger la vida desbordante, hermosa, llena de misterio, a veces cruel, de la que formamos parte.