Mirar el horizonte

sin libro de instrucciones
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(Lucas 9, 28-36) ANTES DE EMPRENDER el camino siempre miramos el horizonte. Oteamos el destino, calculamos el tiempo y el esfuerzo necesario para alcanzarlo; respiramos y comenzamos a caminar. Así también cuando el camino no es físico sino personal. En ese caso es todavía más importante llenarnos las pupilas de la plenitud y la vida que nos espera después de los esfuerzos.

Jesús hizo lo propio con los tres discípulos que más cercanos quería tener siempre: Juan, Pedro y Santiago. Los llevó a una montaña alta y allí les mostró el resplandor de la humanidad y del amor que iban a alcanzar siguiéndolo hasta Jerusalén y el Calvario. Ellos no sabían todo lo que iba a ocurrir, pero Jesús quiso que levantaran la vista y experimentaran un retazo de la plenitud de la resurrección. Los sinsabores, las dificultades, la negación de lo que se nos apetece, las incomprensiones, los sacrificios, la cruz…, todo se haría más llevadero contemplando el final.

Pero con solo esa visión, los discípulos no hubieran llegado tan lejos. El verdadero motivo y motor de nuestra vida es el amor. Solo en la experiencia del amor cotidiano, cercano y tierno podemos seguir avanzando hasta cumplir la misión que se nos encomienda, la tarea que sabemos que hemos de cumplir. Solo el amor nos da sentido y alegría. Por eso, hemos de pedir el amor de cada día –como el pan-, para poder entregar cada día amor; y avanzar hasta el día que no tiene fin.

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