(Jn 3, 14-21) NICODEMO era un hombre de bien; justo, recto, con la intención de hacer lo debido toda su vida, creyente en el Dios de la promesa. Le desagradaba la hipocresía de los de su clase, pero aun le repugnaba más el pecado burdo y la vida obcecada de los incultos e ignorantes.
Escucha hablar de Jesús y una luz se le enciende en el alma. Va a verlo de noche. Las palabras de Jesús le sorprenden: “Tienes que nacer de nuevo”, “yo no he venido a juzgar a nadie”, “el que obra mal no se acerca a la luz y ya está juzgado” … Fue una conversación no tan larga, pero serena; sobre todo sorprendente y que lo dejó con una paz profunda. “Dios no me juzga, pero cuando me acerque a Él iluminará este pecado de soberbia que me lastra el alma.” Nicodemo había comprendido que de poco sirve condenar la tiniebla; ante la tiniebla hay que aportar luz. Él, maestro de la Ley, había estado toda su vida recriminando, juzgando, pesando y midiendo conductas, condenando; pesando, midiendo y condenándose a sí mismo…; y con tanto rigor que estaba cansado y vacío. Y todo era tan fácil como dejarse iluminar e intentar reflejar es luz. ¿Podría ser todo así de sencillo?
Pero el Nazareno había dicho otra cosa: “Cuando me levanten como a la serpiente atraeré a todos hacia mí”. ¿Qué necesidad hay de ese sufrimiento? ¿Para qué pasar por el desprecio y la ignominia? ¿Se podrá ser luz sin quemarse? Pero la presencia de Jesús había sido tan fuerte que toda pregunta pasaba a un segundo término.