(Mt 22, 1-14) LA ESPERANZA en nuestra vida no se decide por un cálculo de posibilidades en el que nuestros deseos se ven reforzados. Si contemplamos las situaciones a las que nos enfrentamos: guerras desatadas, calentamiento climático y desertización, enajenación mediática de la conciencia personal…, en vez de llenarnos de esperanza, nos dan ganas de salir corriendo. Pero la esperanza, corazón latente de nuestra humanidad, tiene sus raíces en otro sitio, no es cálculo de posibilidades, sino respuesta al amor profundo e incondicional del Padre.
Quien se sabe amado vive, si no en el cielo, en su antesala. Quien se sabe amado vive sin consentirse desesperar, porque la persona amada le ha regalado un mundo en el que su vida tiene sentido.
En los evangelios, Jesús compara el Reino de Dios con una comida de fiesta con amigos a la que su Padre nos invita, a nosotros y a los más pobres y alejados. Sabiéndonos amados y acogidos, queremos colaborar con ese proyecto del Padre desde la humildad de nuestra vida, poniendo nuestras capacidades al servicio de un mundo donde haya más justicia y más amor. Porque nos sabemos amados, queremos construir un mundo más luminoso y amable, con gestos concretos que sean semilla de un mundo nuevo. Qué hermoso es que nuestra vida sea semilla de la Ciudad Nueva en la que habite Dios con nosotros.