(Mateo 17, 1-9) CUANDO JESÚS comenzó a hablar a los discípulos de que tenía que padecer y morir en Jerusalén, quiso darles un signo que fortaleciera su esperanza en los momentos duros. Se llevó a Juan, a Pedro, y a Santiago a una montaña alta y allí se transfiguró delante de ellos, mostrándole el verdadero resplandor de su divinidad. Aquella experiencia religiosa fue profunda y sentida, llenó su corazón de una paz y una luz que nunca habían experimentado. Fueron unos instantes o unas horas, no sabemos; fue Jesús el que los forzó a volver a la vida cotidiana, al anuncio cotidiano del evangelio, a vivir desde la voluntad del Padre la sucesión de las horas y los días.
La cuaresma, nos dice el papa Francisco, es como este camino que lleva a los discípulos a acoger en un encuentro personal y comunitario la luz de Jesucristo. Hemos de encontrar, tal vez en las mismas actividades cotidianas, la manera de poner en el centro de nuestros sentimientos y nuestras ideas al Señor; momentos de soledad compartida para abrir nuestras ventanas y que nos inunde el aire fresco del Evangelio; pero, después, hemos de volver a nuestra vida cotidiana a seguir dando testimonio de nuestra fe. No podemos aferrarnos ni fundar nuestra fe en experiencias extraordinarias; es en la vida corriente, en la ambigüedad de lo cotidiano, donde tenemos que vivir nuestro encuentro con el Señor.
Señor, que encontremos momentos de Tabor para acoger y vivir tu luz en la familia, en el trabajo, en el barrio, con nuestros hermanos, y caminar juntos hacia tu Reino.