(Juan, 14, 1-6) Volver a nuestras raíces siempre nos da seguridad y serenidad. En el fondo de nuestra alma siempre somos aquel niño que jugaba a la puerta de su casa, y que acogía agradecido la mirada atenta de la madre, el padre o los abuelos. Ese recuerdo del pasado nos da perspectiva para mirar con verdad nuestra propia vida. La alegría y las bromas, la ternura y la condescendencia, la capacidad de sacrificio por nosotros y de exigir que nos superáramos constantemente son los rasgos que, ahora, más valoramos de los nuestros que ya han partido.
También da perspectiva a nuestra vida el saber que ahora están viviendo en plenitud el amor que en esta tierra fueron capaces de amasar. Los que creemos en un Dios Padre de Bondad sabemos que Él no abandona a ninguno de sus hijos, sino que después de la muerte los acoge y los lleva a su seno; acogiendo las personas que eran, pero transformadas al colmarlas de su amor. Recordarlos es rezar al Padre para que los siga colmando con su gracia.
En el día de los difuntos, por un lado, recordamos las raíces del árbol de nuestra vida y, por otro, ponemos la mirada en lo alto del cielo, que es hacia donde tienden nuestras ramas. Con esa perspectiva nuestro presente tiene importancia, claro; pero en tanto amasa el pan del amor que damos a los que queremos, y en tanto ensancha nuestro corazón, libre de orgullos y de egos, para acoger el amor del Padre. Es día de recuerdo agradecido y de esperanza que serena.