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(Mateo 28, 16-20) DE TANTO ANDAR mirando a la tierra, sin levantar los ojos, al menos hacia el horizonte, no hemos hecho sino dar vueltas en el mismo sitio.

Andamos preocupados por lo de cada día, preocupados por el trabajo, preocupados por la salud, preocupados por los hijos, preocupados por cómo divertirnos, preocupados por si vamos o no podemos ir de vacaciones… Y de tanto mirar «de tejas abajo» hemos perdido el norte. Tenemos que levantar la mirada.

Tenemos que levantar la mirada y contemplar al hermano que vive con las mismas preocupaciones que nosotros y con los que estamos llamados a hacer de este mundo un hogar para todos. Tenemos que levantar la mirada y redescubrir los valores que nos han hecho seres con dignidad personal: la gratuidad, la entrega, la justicia, la sonrisa, la acogida. Tenemos que levantar la mirada y dejar que los colores matizados del amanecer y el brillo del medio día inunden nuestros ojos. Tenemos que levantar nuestra mirada a Dios, donde encontramos lo que nos trasciende en nuestro interior, que nos lleva más allá de lo que somos en lo más cotidiano de lo que hacemos.

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Mirar a Dios es mirar al hermano que sufre, que está en su corazón. Mirar a Dios es mirarnos, a nosotros mismos, con sus ojos. Mirar a Dios es contemplar un amor que todo lo inunda, que a todo da sentido, que todo lo trasciende y que llena nuestra vida de alegría. La vocación de la persona es al canto, a la glorificación. Glorifiquemos a Dios Padre, fuente de misericordia y compasión; glorifiquemos a su Hijo, Jesucristo, que se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza; glorifiquemos al Espíritu, creatividad infinita de Dios en la naturaleza, que hace brotar en nosotros los sentimientos que nos llenan de dignidad.

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