Sobre el rencor y el perdón

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(Mateo 18, 21-35) QUIEN GUARDA rencor es como aquella buena persona a quien clavaron un puñal en la espalda, sin esperarlo y de quien menos esperaba. Cuando con esfuerzo y dolor consiguió quitárselo, en vez de tirarlo lo guardó en un cajón de su alma. Desde entonces, de vez en cuando lo coge, lo mira y con la punta ya herrumbrosa de aquel puñal se vuelve a herir él mismo.

Recuerda el dolor que le produjeron aquellas palabras, pronunciadas una vez, recordadas cientos, decenas de veces. Recrea la situación vivida y se entretiene en pensar qué tendría que haber dicho para hacerle él a aquella mala persona el mismo daño que él vivió. Se mira herido, hecho víctima, sintiendo pena de sí mismo.

Algún puñal de rencor todos tenemos.

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La fe cristiana nos invita a perdonar. El perdón es, primero, una liberación personal. El perdón nos descansa, nos pacifica, nos permite seguir viviendo mirando hacia delante, sin volver constantemente la vista hacia atrás, hacia un agua que ya no mueve molino. Perdonar es, en segundo lugar, una actitud de justicia. ¡Cuántas veces nosotros habremos también clavado algún puñal en la espalda de quien menos se lo merecía! Las más de las veces ni nos acordamos; y cuando lo hacemos no cesamos de disculparnos: «estaba nervioso», «cosas de la poca experiencia», «no pensaba que le iba a sentar tan mal»…

Pero el verdadero horizonte del perdón, la experiencia que nos permite perdonar de verdad sin guardar rencor, es la fe en Jesucristo, que en la propia cruz perdonaba a quienes lo asesinaban. Sólo en esa fe encontramos el suelo firme en el que saltar hacia el abrazo de un Padre que a todos perdona.

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