En años anteriores hemos estudiado, brevemente, los distintos cementerios que han existido en nuestra ciudad a lo largo del tiempo. Y en esta ocasión, vamos a analizar los entierros en el interior de la parroquia de Santa María Magdalena, antes de que Carlos III a fines del siglo XVIII prohibiera esa vieja costumbre (por motivos higiénicos) y ordenara la construcción de cementerios en cada una de las ciudades y villas de sus reinos.
Desde el momento en que se construye la parroquia de Santa María Magdalena allá por los años finales del siglo XV, los entierros se realizaban en el interior del propio templo, siguiendo la antigua costumbre vigente en aquella época de elegir suelo sagrado para recibir la sepultura, sobre todo lugares cercanos a los altares, pues se pensaba que así llegarían de manera directa las indulgencias y beneficios de la Eucaristía. Y así, el primer nazareno enterrado en la parroquia que aparece documentado es Miguel Sánchez de Mérida, siguiendo lo dispuesto en su testamento de julio de 1497.
Existían en el interior de la iglesia de la Magdalena dos tipos de entierros: las sepulturas de fábrica, esto es, las que pertenecían a la parroquia y había que pagar una pequeña tasa o canon a la fábrica parroquial para ser enterrado allí, y las sepulturas propias, es decir, las que tenían los vecinos en propiedad para sus entierros.
Con respecto a las sepulturas de fábrica, estaban repartidas a lo largo del suelo de las naves de la parroquia. La primera referencia que poseemos de ellas no va más allá de 1539 y la encontramos en una escritura de nombramiento de veedor. Como las sepulturas propias no estaban al alcance de todos, la gran mayoría de nazarenos fueron enterrados en sepulturas de fábrica. Diego Martín Brioso, José de Poza y Alcocer, Juan Sarmiento y Diego Díaz Hidalgo, por poner sólo unos ejemplos, recibieron sepultura en este tipo de entierros. Caso curioso lo constituye María Vázquez de Alcoba. Ella mandó ser enterrada en una sepultura de fábrica por la sencilla razón de que la que poseía en la capilla de Santa Ana estaba ocupada. También llama la atención el escribano público Francisco José de Arquellada Berrio, que pertenecía a una importante familia hidalga de la villa, y, aun así, en vez de adquirir un lugar de enterramiento propio, mandó en su testamento de julio de 1732 ser enterrado en la sepultura de fábrica que existía inmediata al altar de las Benditas Ánimas.
En cuanto a las sepulturas propias, en teoría pertenecían a un individuo o familia y en ellas eran enterrados únicamente los miembros de la familia propietaria o los parientes que el titular permitiese. Sin embargo, esto no siempre se cumplía. Cabía la posibilidad de que alguien ajeno al entorno familiar se «encaprichara» de una determinada sepultura (casi siempre por la situación que tuviera dentro del templo) y quisiera ser enterrado allí. Se conocen numerosos casos siendo el más llamativo el de Bartolomé Ximénez, enterrado en 1577 en el sepulcro de los Grimaldo. Entre los siglos XVI y XVIII fueron numerosos los nazarenos que tuvieron en propiedad una sepultura en la primitiva iglesia gótico-mudéjar de Santa María Magdalena.
En cuanto a la situación de las sepulturas, ya hemos mencionado que los lugares preferidos eran los cercanos a los retablos y altares de la parroquia. Por poner unos ejemplos, Antonio Gómez Tristán ordenó en 1685 ser enterrado «en sepultura donde los dichos mis padres están enterrados, junto al altar del Santo Cristo y el de Conzepción»; Cristóbal López de las Vacas mandó ser enterrado en 1731 «al pie del altar de Nuestra Señora de la Soledad, por la gran diuozión que tengo a dicha Señora» y Diego Muñoz pidió ser sepultado en 1765 «junto a el altar de Nuestra Señora del Rosario de dicha yglesia». También eran muy solicitadas las sepulturas ubicadas junto a las pilas de agua bendita. Así, Francisco Valera ordenó en 1765 que le enterrasen en la iglesia de la Magdalena «junto a la pila del agua vendita que está a la entrada de la puerta principal».
Lo mismo hizo años antes María de Rivas, al disponer ser enterrada en la sepultura de fábrica que existía «bajo de la pila del agua bendita que está a la entrada de la puerta principal de la referida yglesia». Y no faltó quien, a lo Miguel Mañara, pidiera ser enterrado justo en la puerta de acceso: Juan Díaz Román ordenó que lo enterraran en el interior de la parroquia, «en la nave del Altar mayor a la entrada de la puerta principal», lo mismo que el soldado irlandés Roberto Rabí, de la compañía del capitán Hugo Spencer, del Ayuntamiento de Dublín, enterrado el 13 de junio de 1721 en el pórtico de la parroquia. Poco tiempo después, Juan Domínguez Guerra también ordenó ser enterrado en la nave de en medio «a la entrada de la puerta principal de dicha yglesia». Lo importante y principal era recibir sepultura en lugar sagrado.
Aquella costumbre de los entierros de los difuntos en el interior de la parroquia fue poco a poco abandonándose a partir de la década de 1780, como ya apuntamos en su momento, por orden de Carlos III, aunque a lo largo del XIX continuaron dándose (aunque de manera puntual). El último en recibir sepultura en la iglesia fue el párroco don Manuel García Martín, cuyos restos fueron depositados en la capilla de San José en 1981.
Foto del mes
Fue costumbre entre 1924 y hasta que se proclamó la República en 1931 celebrar partidos de “foot-ball” en los días de las fiestas patronales en honor a Santa Ana. Y era, precisamente, el consistorio nazareno quien costeaba la copa que se entregaba al equipo ganador. Pues bien, la fotografía que traemos a esta sección mensual, fechada en julio de 1924, nos muestra el momento en el que el alcalde José Gómez Martín [1923-1926] posa junto a los capitanes de los dos equipos que iban a enfrentarse. Por una relación de pagos del Ayuntamiento de aquel año conservada en el archivo municipal sabemos que se pagaron 125,18 pesetas al joyero Pedro García “por una copa plateada para el foot-ball”. La instantánea es muy llamativa. En ella vemos a un numeroso público que no pierde la ocasión de aparecer en la fotografía, a hombres tocados con el sombrero canutier (tan de moda en esos años), a los capitanes de ambos equipos (cada uno en un extremo de la foto), a la pareja de la guardia civil tras el alcalde, a un guardia municipal a la izquierda del conjunto y a componentes de la banda municipal al fondo a la derecha. El bastón del alcalde aparece en la mesa, compartiendo protagonismo con la pequeña y artística copa.