(Juan 20, 1-9) Eran tiempos revueltos, los romanos no tenían grandes problemas en crucificar a otros cuantos más o en hacer alguna pira humana. Los apóstoles y el resto de los discípulos de Jesús estaban asustados, y con razón.
Las mujeres tenían más tolerancia de movimientos. Pero cuando María de Magdala les contó que el sepulcro estaba vacío, Pedro y Juan no dudaron en ir corriendo a verlo con sus propios ojos. Era cierto, la tumba estaba vacía, pero a él no lo vieron. Era tiempo de espera.
Como el nuestro, tiempo de enclaustramiento por el temor y la prudencia; tiempo, también, de esperanza. Del Viernes Santo a la Vigilia de Resurrección los creyentes vivimos un tiempo especial de silencio sereno, de espera esperanzada, de acoger las heridas del Señor.
Nos dice el Credo de los Apóstoles que Cristo bajó a los infiernos para rescatar de su oscuridad y de la ausencia de la visión de Dios a nuestro primer padre Adán, y con él a toda la humanidad. No sólo a la humanidad empecatada, sino a todos los justos, como el propio José, su padre, o a los profetas.
Muchos dicen que habrá un antes y un después de este periodo de confinamiento; que este tiempo a todos nos hará pensar… Permítanme ser un poco escéptico. Si agotamos este tiempo encadenados al whatsapp y a un sinfín de series, ¿qué cambio podemos esperar? Baja a tus infiernos, aprovecha este tiempo para cambiar la manera que tienes de relacionarte con tu pareja, con tus hijos, con los tuyos; baja a tus infiernos, combate tus demonios, rescata lo mejor que hay en tu corazón.
Allí te espera la alegría de Abraham, de José de Nazaret, de Isaías y Jeremías al ver sus mayores esperanzas cumplidas en Jesucristo Resucitado.