(Mateo 2,13-23) ¡CÓMO ESTARÍA la vida en Galilea para que José decidiera emigrar con su mujer y su niño recién nacido a Egipto! ¡Cómo estarán Nicaragua, Venezuela o los países del Sagel para que decenas de miles de personas jóvenes arriesguen su vida para venir a Europa a ser, muchas veces, discriminados y explotados! La vida en Egipto no se las prometía fácil, pero era mejor que la violencia reinante en Judea. Las historias de las familias pobres se parecen tanto unas a otras…
No puede dejar de sorprendernos (admirarnos, sobrecogernos, anonadarnos, maravillarnos) que el Verbo de Dios se hiciera carne para salvarnos. Siendo como somos unos seres vivos frágiles y caducos, con tantas más debilidades que fortalezas, tan sujetos a profundas limitaciones biológicas, hormonales y culturales, ¿cómo es que Dios mismo quiso asumir nuestra naturaleza humana para ofrecernos la posibilidad de elevarnos a su amor y libertad?
El amor de Dios es un misterio que nos desborda desde la creación hasta la redención. Nos sobrepasa el poder y la hermosura de la Naturaleza; nos hace sentir pequeños y grandes, a la vez, el milagro de la vida y la sonrisa de un niño; nos deja mudos que el Altísimo acepte entrar hasta lo más profundo en nuestra historia de debilidad y de injusticias para darnos la esperanza que nos trasciende. Pero así quiso que fuera.
Dios quiso que su Hijo fuera la Vida del mundo haciéndose, antes que nada, hijo de familia pobre y migrante; lo hizo nacer donde la vida tiene una mayor densidad y riqueza; donde el espíritu humano se hace por necesidad y amor: cuidado y caricia, miedo y esperanza, debilidad y fortaleza, en una familia de refugiados emigrantes. ¿Puede haber mayor signo de credibilidad en lo imposible de comprender?