Como la serpiente será levantado

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la carga cultural en la que nos formamos nos impide mirar con mirada nítida alguna de las verdades más evidentes. Nos hemos acostumbrado tanto a ver las imágenes de Jesucristo crucificado, a comparar una talla con otra, a diferenciar sus distintos rostros y expresiones, que no alcanzamos siempre a considerar que se trata de un hombre cruelmente torturado y asesinado.
Y, sin embargo, ese condenado nos consigue la salvación. «El Hijo del hombre tiene que ser elevado para que todo el que crea en él tenga vida eterna» -dice san Juan-.

Lo crucificaron nuestro rechazo y nuestra violencia ante el inmigrante. Lo crucificó la prepotencia machista que ve en la mujer un objeto. Lo crucificaron los intereses económicos que condenan a países enteros a la guerra y a la miseria. Lo crucificó la intolerancia laicista que pretende santificar hasta el odio a la religión. Lo crucificó la indiferencia de los buenos que no se atreven a levantar su voz ante las más clamorosas injusticias.

Pero a nosotros nos salvó su amor. Su amor que perdonaba y disculpaba a sus propios verdugos. Su amor de entrega absoluta a la voluntad del Padre. Su amor que todo lo fue cumpliendo: no se arrepintió de curar al ciego, ni de salvar a la pecadora, ni de devolver la vida a Lázaro, ni de expulsar a los mercaderes del Templo, ni de anunciar desde a los pobres la Buena Noticia.

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Por eso, cuando vuelvas a entrar en una iglesia mira con realismo humano y con trascendencia creyente la imagen del crucificado. Que sus llagas y su rostro desnuden tu pecado, y te llenen del perdón de Dios que te llama a ser discípulo.

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