En el largo camino de Aroche, en silencio y sumido de la mayor tristeza, fue cincelando su encubrimiento del horror vivido, resonando en su cabeza que ‘jamás’ pintaría nada de Sevilla relacionado con la tragedia.
Tras finalizar su primer encargo importante en el claustro chico del Monasterio de San Francisco, en los dos últimos meses, morían en la ciudad varios centenares de personas cada día víctimas de la peste bubónica, entre ellos sus tres hijos; lo que dejó a su esposa Beatriz, en estado catatónico y a él sumido en una profunda depresión.
Cuando tuvieron noticias de su situación en la Casa Arzobispal, el secretario personal de Su Excelencia Reverendísima fue a visitarlo en compañía de su compadre Juan Valdez Leal, ambos le indicaron que abandonara de inmediato la ciudad, invitándolo a retirarse para recomponer su dolor y el de su esposa, en la pequeña ermita con aposentos anexos, que la Iglesia tenía en las estribaciones de la Sierra de Aracena.
Situada a tres kilómetros del pueblo de Aroche, de estilo mudéjar, la Ermita San Pedro de la Zarza, más conocida popularmente como San Mames, construida sobre y con parte de los materiales de la antigua basílica romana de ‘Turobriga’ rodeada de una dehesa de alcornocales y encinas cargada de historia, era el lugar idóneo para recomponer su desgarro interior, su corazón quebrado y su turbada mente.
Allí permaneció hasta principios de octubre, cuando llegaron noticias de Sevilla de que la epidemia había pasado. Entre tanto, la meditación, rezos y largos paseo fueron mitigando su duro destierro, durante el cual decidió borrar el único rastro del mal que había encontrado en aquel lugar de recogimiento: la cara de Judas Iscariote, en la Santa Cena del mural pintado al fresco y temple de la nave central de la ermita. Murillo, había decidido que solo valía la pena pintar ángeles.
