Como todas las tradiciones navideñas, por estas fechas es tarea obligada ir al cine a ver la entrega anual que de su cine nos ofrece Allan Stewart Konigsberg, ese pequeño y talentoso ser al que todo el mundo conoce como Woody Allen.
Y es que lo cierto es que, aunque el director nos ofrece grandes películas a veces, otras nos entrega cintas menores en su filmografía, pero que lo normal es que estén por encima (a veces muy por encima) de la media. En esta ocasión, con esta Wonder Wheel, su obra número 48, no llega al grupo de las que podemos considerar obras magnas, pero sí un muy digno e interesante drama amargo y nostálgico en el que brilla una inmensa Kate Winslet y chirría un poco Justin Timberlake.
Años cincuenta en Nueva York. La vida de cuatro personas se entrelaza en pleno bullicio del parque de atracciones de Coney Island. Ginny, actriz insegura que trabaja como camarera; Humpty, marido de Ginny y operario del tiovivo; Mickey, socorrista con ínfulas de escritor y amante de Ginny; y Carolina, hija de Humpty que aparece huyendo de un grupo de mafiosos.
Woody Allen huye aquí del humor, por el que es conocido, que casi siempre está presente en sus cintas, aunque también abundan las (llamémoslas) serias, y plantea una visión más oscura, más pesimista. Allen vuelve (en realidad nunca ha llegado a irse del todo) a rodar en su adorada Nueva York, esta vez en el parque de Coney Island y alrededores, de donde apenas salen unos personajes cuyas vidas, como los tiovivos que vemos, como la noria que da título al filme, dan vueltas hasta ponerse del revés.
Estados Unidos, 2017 (101′)
Escrita y dirigida: Woody Allen.
Producción: Erika Aronson, Letty Aronson, Edward Walson.
Fotografía: Vittorio Storaro.
Música: Fernando Velázquez.
Montaje: Alisa Lepselter.
Intérpretes: Kate Winslet (Ginny), Jim Belushi (Humpty), Juno Temple (Carolina), Justin Timberlake (Mickey), Max Casella (Ryan), Jack Gore (Richie), David Krumholtz (Jake).
El personaje de Ginny que nos regala una fabulosa Kate Winslet (¡pero qué grande es esta mujer!) es otro de esos grandes y sufridores personajes femeninos que Allen ha creado en más de una ocasión (el último fue el de Blue Jasmine que le dio a Cate Blanchett su Oscar), pero que en el fondo es reflejo de la desgraciada condición del ser humano. Aquí, Ginny es una mujer rota, con migrañas provocadas por no lograr sus objetivos en la vida, por tener un marido alcohólico al que en realidad no quiere, un niño pirómano que no le da más que problemas (único toque surrealista que se permite el director), una hijastra que huye un pasado tormentoso que la persigue.
Todo ello en un entorno de alegría, de juego, de ilusión, un parque de atracciones que ha llevado la felicidad a los neoyorquinos durante décadas. Y bañado con la luminosa luz que otorga otro genio anciano, el gran Vittorio Storaro. Ello provoca cierta extrañeza en el espectador, pero que es evidentemente buscada y que logra lo que busca.
Película oscura a pesar de su luz, melancólica, desesperanzada, amarga, quizás reflejo de la visión pesimista de Allen de la sociedad, del mundo, de las relaciones. No en vano, Allen, a pesar de ser conocido por su humor, por provocar risas y carcajadas en la mayoría de sus películas, siempre ha declarado que el director que más admira es Ingmar Bergman. Y aquí podría estar la demostración más evidente.