UN REY celebra la boda de su hijo, y cursa invitaciones a los gobernadores de las provincias de su reino. Pero, seguramente por devaneos independentistas, rechazan la invitación. No querían reconocer la autoridad del rey. Las consecuencias, que no se esperaban, fueron desastrosas.
Por fin se celebra el banquete con la gente sencilla de aquel reino, unos buenos y otros, a veces, menos buenos… gente normal; la mayoría de los invitados participa con alegría y respeto al rey; pero algunos por pereza o dejadez han ido sin el traje que el respeto requeriría, sin mostrar consideración a la invitación que el rey les había hecho. Fueron expulsados de la fiesta.
A veces tenemos la ilusión de que nuestras actitudes y acciones no van a tener ninguna consecuencia, y eso nunca es así. Todo lo que hacemos o dejamos de hacer, incluso lo que sentimos y pensamos pesa en nuestra vida. Envenenamos nuestro corazón con pensamientos nocivos y acabamos diciendo una palabra que hace un daño irreparable; alentamos nuestro egoísmo con ideas injustas sobre los inmigrantes y los pobres, alimentamos a fieras que anidan en nuestro interior, y nos sorprendemos justificando comportamientos que claramente van en contra de los derechos humanos más básicos.
El Evangelio del domingo nos advierte de que hemos de acoger en nuestra vida con sinceridad la autoridad de Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo, asesinado por nuestro pecado, resucitado para nuestra salvación. Sin ese acatamiento, humilde y respetuoso, de su inmensa grandeza, de su inmenso amor, nuestra vida se encamina hacia la vaciedad y el desvarío.