(Juan 20, 1-9) Desde hace décadas se ha empeñado la cultura progre-capitalista en convencernos que nuestra vida, nuestro cuerpo, nuestro tiempo, nuestras capacidades son nuestras en propiedad privada, y que a nadie hemos de dar cuenta de lo que hacemos con nuestra vida, nuestro tiempo, nuestras capacidades o nuestro cuerpo. Se empeña en que confundamos libertad con independencia, desvinculación e individualismo. Y cuando convence a alguien lo hace profundamente infeliz.
Defendiendo su “intimidad” y “emancipación” va cortando la vinculación con vecinos y familiares, mantiene encuentros controlados y tasados que no tocan sus sentimientos ni colman su necesidad de afecto y donación.
La resurrección de Cristo es una experiencia vivida desde la profunda comunión de los discípulos: los que descubren a Cristo resucitado se saben enviados a compartir con los otros discípulos la gran noticia; compartiendo el pan se saben comunitariamente fundados en la vida del Maestro; reciben una paz y una alegría que los hacen vivir profundamente reconciliados; quien no comparte la oración comunitaria no puede descubrir la fuente de vida nueva que trae el Resucitado.
La plenitud íntima y la paz profunda que se nos ofrece en las experiencias sencillas de sentirnos familia, de vivir en comunión, de sabernos pueblo, son un anticipo de la experiencia radical de sabernos mutuamente fundados en la resurrección de Cristo. Jesús de Nazaret, al resucitar, ya es para nosotros Jesucristo; la vida verdadera es vida compartida, vida en comunión, vida que no pertenece, que te regalan para que la ofrezcas.
En tu mano está acoger la vida en comunión sencilla de fe.