La imagen y el vacío

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(Juan 10,1-10) OTRAS RELIGIONES, conscientes de la inmensidad de Dios, no se han atrevido a proponer otra imagen de la divinidad que la del vacío. Tanto en el budismo, con el nirvana, como en la religión musulmana, con el mihrad, cada uno a su manera, el creyente se deja afrontar por el vacío como camino para acceder a Dios. Sorprendentemente en el evangelio de este domingo Jesús se compara a sí mismo con una puerta: “Yo soy la puerta por la que se entra a la vida verdadera”. Una puerta es un hueco, un vacío, que permite a todos entrar.

Dejar espacio al otro para que pueda crecer y decidir por sí mismo es uno de los atributos de la humildad. Parece que mientras más protegemos y dirigimos, más queremos; pero algunas veces nuestros sentimientos nos hacen ocupar demasiado espacio y errar.

Ante una imagen –hermosa, devocional, querida- nos sentimos invitados a hablar, a dar las gracias, a pedir. No abren el horizonte de nuestra vida. Ante la inasible inmensidad de Dios nos sentimos invitados a ensancharnos, a caminar, a buscarlo sin detenernos, a olvidarnos de nuestro yo.

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Las imágenes religiosas tienen otro peligro, un peligro muy serio: que las tratemos con actitud idolátrica. Honramos a una imagen de madera; agasajamos a una imagen hecha por obra del hombre; enaltecemos a nuestra imagen, que en el fondo es enaltecernos a nosotros mismos.

“No permitas, Señor, que sustituyamos la santidad que te rodea por una imagen hecha por nuestras manos. Al contrario, que todo lo que nos llame a abrirte nuestro corazón nos haga encontrarnos contigo y entregarnos nuestros hermanos con más verdad”.

 

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