Salón del Cristina

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A mi amigo y compañero Miguel García-Posada recientemente fallecido.    

Hay pocos solitarios urbanos en el salón. Muchos  estresados circulan alrededor ignorantes de que la paz existe. Las hojas, alborotadas y dispersas, alargan el otoño y tapizan el suelo con una alfombra ocre naturaleza. Desde aquí se avista sobre el hotel Cristina una elevación con vocación de pérgola, una simulación de  alero en la terraza, lugar de veladas y de charlas interminables.

Ya en tierra, a modo de ruinas de colonos griegos, nueve columnas dóricas sostienen flores inexistentes. Al otro lado, el metropolitano se ha instalado con fuerza y  exactitud por donde en otro tiempo no hubiera sino un arroyo que alegre discurría hacia el Guadalquivir, tal vez  sustituido hoy por la rampa con fuente y deslizarse de aguas.  

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Un par de ciudadanos, de esos de caminar y pensamientos lentos. Una paloma de vetas beige vestida, con sus andares oscilantes ha venido a visitarme. No hay flores sino setos y árboles esperando pacientes el esplendoroso arco iris y la riqueza densa, maciza de juventud y primavera. Un murmullo de motores me separan del río.
Sin salir de los jardines, próximo a la Puerta imaginaria del camino de Jerez, un merendero ofrece a paseantes techo y aposento y el buen divertimento del ir y venir  de las gentes. Los faroles son luces  de gas que un oficial artesano del gremio de faroleros, ahora invisible, enciende cada noche. Las farolas, más coquetas, lucen una trinidad de ostentosas luminarias.

Desde el Palacio de Oriente ha llegado un cortejo principal al hotel Alfonso XIII. Engreído, envanecido, colonial, con música de charlestón, lánguidas poses de clientes y primitiva edición minifaldera de los veinte, entre el ajetreo de personal uniformado casi en militar estilo, abotonados y cubiertos.

Los sargentos cabezones, que en el parque adornan la glorieta de Luisa Fernanda,  tienen aquí sus parientes vecinos, jarrones blancos sobre ladrillo limpio como columnas. La paloma, más andariega que voladora, continúa con su deambular cercano, en esta tarde de sol y otoño perezoso, de brisas del río, de peatones periféricos.

Intemporal pervive la vitrina del Coliseo. Sabor a café. El sol inicia su despedida. Desfilan los árboles y por los  huecos del ramaje se adivina el palacio con el oficio de políticos al uso. Tiene San Telmo todas las ventanas cerradas, con un aspecto límpido y abandonado.

Colegio de mercaderes, escuela de mareantes, universidad literaria. Acrobáticos célibes de rojo y negro, en un sueño, están saliendo por la puerta de Palos de Moguer en hilera larguísima, trentina y renacentista. Cuatro torres, la verja con flor de lys y el tejado abuhardillado y balconcillos franceses.

Un platanero lanza sus ramas desnudas al cielo en protesta permanente por una Sevilla cuidada y respetada. Simulan las manos altas de indignados que reivindican pacientes el honor y la justeza, la buena gobernanza sin ambages. Otros inclinan sus bellas testas, según sus posiciones.  

¿Quién puso hojas muertas sobre el albero para que  el caminar fuera musical? ¿Quién el pequeño estanque, gorriones y palomas, serenando las miradas y hablándonos del misterio? ¿Quién las yedras jugando con las palmeras enanas y las malvas?

Por un momento todos los coches han parado, silenciado su ajetreo y desde la capilla del Buen Aire ha sonado el ángelus de la tarde. El Sol se acuesta, la noche nace.

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