(Juan 4) ¿CÓMO NOS las arreglaremos los cristianos para anunciar la buena noticia de Jesús a una sociedad descreída, centrada en el consumo y la comodidad, y profundamente desmoralizada? ¿Cómo decirle que Jesucristo es “en verdad la fuente de toda la santidad”? Porque también nuestro mundo, como nosotros en el pan y el vino, necesita el agua del manantial de la vida.
Acordaos del diálogo que mantiene con una mujer de Samaría; quizás ahí se nos muestre. Aquella samaritana también era una descreída, poco respetuosa, interesada sólo en su propia comodidad y poseedora de una historia de infidelidades poco común. Y, sin embargo, Jesús le mostró que en su persona se encontraba la fuente de la vida que ella, sin saberlo, anhelaba en todos sus deseos.
Jesús, reconociendo su pobreza y necesidad, le pide ayuda. No se muestra ni superior a ella, ni autosuficiente: “Dame de beber”. ¡Cuántas veces, como representantes de Cristo, nos mostramos superiores y, casi, despreciamos todo saber que no sea el nuestro!
Jesús, sin reparo ninguno, le ofrece lo más profundo de su vida, su Espíritu, el agua de la vida. Y nosotros, cristianos comprometidos, ofrecemos pan sin Espíritu; trabajamos por humanizar el mundo privando a los pobres de la mayor riqueza que tenemos, sin ofrecerles la fe en el Señor.
Jesús, con toda sinceridad, la pone enfrente de sus propias contradicciones; para que, desde el desierto de sus frustraciones e incoherencias, pueda acceder a la fuente del amor verdadero. Y nosotros no nos atrevemos a denunciar la idolatría del dinero, del poder, de la violencia, del consumo y del vacío que campa en nuestra vida social y política.