Desde marzo de aquel año, María estaba embarazada. Llevaba dentro de su vientre la bendición, la fuerza de su Señor. María, la esclava por amores que iluminaban su libertad.
María había aceptado sin reservas la bendición del mensajero Gabriel, así como su mensaje. Nacería pues la abundancia y la prosperidad de su Señor. Esa bendición era Jesús, señor de un nuevo señorío. Jesús el heterodoxo de la sociedad y la religión de su tiempo y de su lugar. Solitario de Yahveh, incomprendido, llegado a la Tierra, desde ella misma y en un vuelo bajo del Espíritu. Era Emmanuel, próximo a las gentes y a las cosas, compañero de los pobres, comida de los hambrientos, defensa de los perseguidos. En fiesta siempre con los que aceptaban las bendiciones de su Padre.
En el Templo, el sacerdote, a los ocho días de nacido, le circuncidó y le puso por nombre Jesús. Sus padres pagaron por él cinco siclos, según la costumbre desde el tiempo de Abrahán. María estuvo gozosa en aquella ceremonia en la que se manifestaron dos personajes que habían reconocido en Jesús algo especial. Simeón el anciano y Ana la profetisa advirtieron en aquel niño que estaba lleno de Dios, que se le notaba Dios. Y le regalaron sus bendiciones, o sea, palabras, besos y caricias.
Hasta tres años estará María ofreciendo a Jesús el alimento de sus pechos, con ternura, hasta saciarlo, bendición de María. Dormirá entre los brazos de su mamá. Se divertirá con juguetes de la artesanía de José. En sus primeros pasos correrá inseguro de un lugar a otro hasta alcanzar el regazo de su madre. Jesús lujo delicado. María, disponibilidad total para su niño.
Años después, Jesús, estando en el Templo, rebosante de las bendiciones de su Padre y de su familia, de las experiencias que le enseñara José el carpintero y la sensibilidad exquisita de María, dialogaba con los doctores de la Ley que se sintieron tocados, desnudos ante las bendiciones de Jesús.
Los especialistas y exegetas afirman que si pudiéramos abrir el tesoro de recuerdos que María, según Lucas, guardaba en su corazón, nos encontraríamos un niño radiante de vida, que asiste a clase y se ejercita en los números y las letras, que juega en la calle con sus amigos, con sus primos a las canicas, a la peonza, que va a la sinagoga, donde aprende el libro sagrado, que ayuda en casa y en el taller, que reza al acostarse las oraciones que le enseñó su madre, que va descubriendo en sí mismo su vocación y su identidad.
El nacimiento de Jesús produjo una gran alegría entre los pobres pastores de las cercanías de Jerusalén. ¡Nació el varón que anunciara Miqueas! Bendición de Yahveh, fuerza de la Tierra, misterio trascendente. Rescatador de gentes heridas por la Historia. Primer embajador y príncipe de un nuevo reino. Jesús mantendrá su mirada y su actitud hasta el final. Bendición para los que confían, contradicción para muchos que esperaban un mesías implicado en las políticas nacionales de Israel.