(Marcos 14, 46-52)TE DOY las gracias, Señor, por Jesucristo. Él vivió como un hombre cualquiera, semejante en todo a nosotros; pero Tú lo llamaste a ser la primicia de la humanidad nueva. Tanta ambigüedad como hay en nosotros; tanto egoísmo y orgullo mezclado en cada uno de nuestros gestos de amor; tanto sufrimiento innecesario que infringimos, o con el que nos destruimos; tanto pecado como hay en nuestra vida… Todo esto encontró su verdadero horizonte en su persona. Nuestras vidas encontraron su verdadero camino en su vida. Una vida entregada sin ambigüedades, sin egoísmos, sin provocar ni un solo sufrimiento que no fuera para cauterizar una herida.
Te doy las gracias, Señor, con Jesucristo. Él no está muerto. Está vivo, y es la fuente de la vida. Un muerto no puede dar tanta vida como Él nos da. Un muerto no puede ser fuente de tanto perdón, de tanta generosidad como muchos viven muchos cristianos. Con Jesucristo a nuestro lado nunca nos sentimos solos. Sufrimos contrariedades, dificultades, angustias –el mundo es mundo, y nos toca vivirlo–; pero sobre un fundamento de gracia y de cercanía; sobre un fundamento de amor insondable; sobre un cimiento de roca que nos asegura, a pesar de nosotros mismos.
Te doy las gracias, Señor, en Jesucristo. Porque nuestras experiencias más profundas de vida en plenitud se dan cuando descubrimos que vivimos en Él. Que Él nos inunda como el océano, como la atmósfera, como la luz del sol. Nuestra experiencia más profunda es vivir injertados en su misma vida; olvidándonos de nosotros mismos para abandonarnos en Él.
Quizás por eso nuestra oración hoy puede ser: “Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí”. No para pedir nada, ni demandar perdón; sino para manifestarle que queremos vivir, simplemente, en Él.