Al verlo allí postrado, jaula y suelo
se llenaron de nada oscurecida
y su triste postura adormecida
aumentaba el dolor de mi desvelo.
Orejas gachas, tenues, sin recelo
de mi que, oliendo a morgue presentida,
sentía abrirse dentro, en una herida,
a cuanto izó mis ojos hacia el cielo.
El perro abandonado, dio la vuelta;
no quería avivar más mi tristeza
al verme cómo absurdo monigote.
Hoy su ausencia, por fin, está resuelta
y juntos, descubriendo su belleza,
tratamos de olvidar a sus barrotes…
Para todo aquel que entiende que un perro es para siempre…