(Marcos 5, 21-43) El inicio y el motor de la fe es la confianza. Los creyentes vivimos asentados en la firme convicción de que toda nuestra vida se fundamenta en Alguien que nos quiere y que, a través de los acontecimientos de nuestra historia, nos va cuidando. Los cristianos tenemos la firme convicción de que en Jesucristo se nos entrega por completo el amor y la vida de Dios, su perdón y su fuerza.
Pero algunas veces podemos reducir la fe a mera exigencia moral, y decimos: “Ser cristiano es vivir con los valores de Cristo”, y no es falso, y o está mal, pero situamos en la sombra la experiencia radical de sabernos acogidos, guiados, protegidos, sostenidos por Él. Ninguna madre se conforma con dar buenos consejos a su hijo. No se cansa de mirarlo con ternura, de abrazarlo cariñosamente, de protegerlo y defenderlo aunque ya sea adulto, de velar por él en todo lo que puede.
En el evangelio del próximo domingo se nos invita a vivir esta realidad. Una mujer se acerca a Jesús y, al tocarlo, ella se siente curada y él se da cuenta de que la fuerza había salido de él. No fue un buen consejo, no fue una denuncia social, no fue un testimonio de valores. Una fuerza salió de Jesús y restableció a la mujer a la vida.
No le pongas puertas al mar. No le pongas límites al amor de Dios. No reduzcas la acción de Dios en tu historia. Jesucristo actúa en tu vida, de muchas formas, de muchas maneras. No pongas tu esperanza ni en tus fuerzas ni en tus capacidades; pon tu esperanza en quien de verdad merece que en él confíes.