(Marcos 4, 35-40) Las peores guerras no son las que uno libra con los de fuera, sino con los de dentro. Que quienes se oponen a ti te la jueguen, no sorprende; siempre duele, pero no sorprende. Pero cuando son los tuyos, los que considerabas tus amigos los que te etiquetan superficialmente, los que te condenan sin preguntarte, los que te juzgan sin estar presente… La rabia y la impotencia, a partes iguales, se apoderan de uno.
No digo nada que no hayas experimentado alguna vez, ¿verdad? Pero nos equivocamos si consideramos que los otros son el más peligroso y destructivo huracán. El peor huracán viene de ti mismo. De considerar que tú sí puedes etiquetar, juzgar o condenar superficialmente a los demás; pero que tú, como persona, eres especial. El peor huracán sobreviene cuando ponemos nuestra confianza en la bondad que poseemos. Porque será puesta en duda, y con parte de razón, por muchos. O en poner nuestra confianza en la bondad de quien nos acompaña. Porque tarde o temprano –cuando menos nos esperamos—nos sorprenderá con lo que consideramos traición.
Cuando los vientos de la desilusión o de la rabia te remuevan de la serenidad acostumbrada acude a quien cerró el mar con una puerta cuando salía del seno materno, a quien les puso a las olas un límite y le dijo: “hasta aquí llegarás y no pasarás”. Acude al que es la fuente de la bondad y la verdad de toda la vida. Mírate con sus ojos; mira a los demás con su misma mirada. Verás pobres criaturas que se debaten buscando vida plena. Confundiéndola con poderes o con placeres, con reconocimientos o con pequeños triunfos.
Si no es en Ti, Señor, ¿dónde encontraremos firmeza?