Algo más que una maestra

    0
    - Publicidad -

    Dolores Velasco junto a los otros hijos predilectosSemblanza de la maestra Doña Lola, toda una vida dedicada a la enseñanza

    Hace casi tres años que hablamos por última vez. Poco quedaba en ella de aquella fuerza que de niño me provocaba un enorme respeto, casi temor. Aquel día de verano, medio siglo después, me resultaba casi irreconocible en su decrepitud, lo que me suscitaba una inmensa ternura. Una visión muy deficiente y la casi absoluta  pérdida auditiva, dificultaban nuestra conversación, sin impedir, sin embargo, una fuerte relación afectiva. Habló y habló, tirando de su prodigiosa memoria, con la que me fue pintando con trazos firmes las risueñas calles de su pueblo, así como las gentes que poblaron su infancia feliz.

    Sus palabras iban dándole vida  a muchos personajes y acontecimientos  de nuestro pueblo casi perdidos ya en mis más lejanos recuerdos, haciéndome revivir nítidas   sensaciones, olores y sonidos con los que yo mismo me identificaba, viéndome a mí mismo formando parte de aquella revuelta tropa de alumnos, supervivientes de los duros años de “la hambre”. Como protagonista, dominándolo todo, su voz potente que, como un trasnochado juglar, parecía  apoyarse en el ritmo que ella iba marcando vigorosamente sobre la mesa, por medio de su inseparable “palmeta”, imprimiendo a sus palabras un  tono conminatorio, único para hacer entrar en razón a aquel rebaño de soliviantados chiquillos y de melindrosas e inquietantes muchachillas.

    - Publicidad -

    Toda su vida estuvo encaminada hacia su gran ilusión, pues desde siempre se sintió maestra, y en sus juegos de niña, en las tranquilas tardes de verano, invariablemente, siempre asumía el papel de profesora. Al inicio de la carrera, por tristes circunstancias familiares, su vida sufrió un cambio radical, que pese a muchas dificultades económicas, pudo terminar con la misma brillantez con la que hubiese podido ganar las oposiciones, tras mucho esfuerzo y bastantes horas de estudio. Era capaz de recordar incluso los problemas de matemáticas que le tocaron  en la temida prueba de la que nunca llegó a saberse nada, pues se celebraron en vísperas del 18 de Julio del 36, y de sus resultados, sin ser oficialmente anuladas, cayeron en el mismo olvido de tantas cosas, pues según aseguraban, al iniciarse el conflicto armado fueron depositadas en la caja fuerte de un banco, extraño féretro para todo el esfuerzo, todas las ilusiones de las que iban impregnados aquellos folios, enterrados antes de haber podido cruzar la ansiada puerta por la que un puñado de jóvenes hubiera podido poner el punto y final a su etapa de estudiantes.

    La acompañé también en sus inicios nazarenos, donde volví a verme junto a otros niños, hoy jubilados y abuelos,  en el primer nivel de la  “Academia de la Señorita Lola”, la del Estanco de Emilia, en la clase de su hermana Modesta, siendo destacada mi asimilación del “tomate” y la “mano” del Rayas Primero, que fue dejado atrás igual que el “Leedme niñas” primero y segundo. Ya me “andaba” por el de “Lo que nos rodea”, texto imprescindible para acceder al segundo nivel, en el que viviría una de las etapas más hermosas de mi vida, la preparación de mi primera comunión  de la mano de la incansable Señorita Anita María, siempre  exigente en su ardor evangelizador, enriquecido con su bondad y dulzura.

    Paralelamente, y de signo absolutamente opuesto, un hecho fundamental que cambiaría rotundamente mi vida recién empezada, y que me unió sentimentalmente a la Señorita Anita María, y por supuesto, a Dª Lola. Me refiero a la temprana muerte de mi padre que me dejaría una imborrable estela de  fugaces  momentos terribles junto a otros absolutamente luminosos.

    Uno de ellos, mi vuelta al colegio. No necesito ningún esfuerzo para  sentir el silencio de toda la clase, percibir las miradas de todos los compañeros clavadas en mí; sus graves expresiones, entre curiosas, expectantes y, por supuesto, desacostumbradas, aunque tal vez fue sólo imaginación, pues lo más nítido de aquel momento eran mis zapatos recién teñidos. No soportaba sus miradas, pero aún menos, pensar que pudiera venirme abajo, pues el achicharrante calor de mi cara solía ser el preámbulo de un llanto que no podía ni quería permitirme.

    No tengo claro si fue antes de entrar en mi clase, o después, cuando la propia Señorita Lola vino a mi encuentro. Probablemente había sido advertida por la Señorita Anita María. Ni idea de lo que me dijo. Seguramente, poco. Sí recuerdo haberme sentido completamente envuelto por una intensa mirada de cariño, ribeteada por una compasión que me abrazaba, provocándome una especie de torbellino que parecía ahogarme y que precisaba, imperiosamente,  la vía de escape más humana, las lágrimas, que, junto a su oponente, la risa, marcan la verdadera dimensión del ser humano.

    Por un momento, me atreví a mirarla a la cara, y entre mis lágrimas pude ver que en sus ojos también las había. Igual que en ese día de mi visita en donde sus dolorosos recuerdos a mí me herían de idéntica forma. Parecía que se habían invertido los papeles. Ella, indefensa, débil ahora, necesitada de amparo, muy lejos de la mujer fuerte de mi infancia.

    Yo, aunque iniciando un lógico declive, todavía fuerte, con proyectos, con inquietudes. Ella contemplando una vida casi como todas, llena de sombras y luces, diferenciándose sin embargo en que las sombras de sus recuerdos eran mucho más negras… ¿O quien sabe hasta donde puede llegar, pasado el tiempo, nuestra capacidad para perdonar? Puede que tan lejos como la de no poder  olvidar, aunque a partir de ése y otros encuentros posteriores, llegué a tener la certeza de que en su corazón no quedaban restos de odios ni resentimientos, aunque sí muchas cicatrices de esas que de vez en cuando, cuando menos lo esperas, vuelven a sangrar.

     

    Dolores VelascoUna vida de servicio
    Lolita Velasco Torres nació en El Saucejo el 26 de Enero del convulso 1917. Llegaría a  Dos Hermanas a principios de 1942, convertida ya en la Señorita Lola. Para entonces, aún humeaban las cenizas todavía calientes, como si quisieran cauterizar muchas heridas no cicatrizadas, que desfiguraban el rostro de una España torturada, y en el aire, muy vivo, el repugnante hedor a sangre, además de la aborrecible secuela de hambres, miserias y luto; un terrible luto que, como perversa mordaza, ahogaba muchos llantos, muchas voces, muchos dolores y puede que también algunos remordimientos…
    ¡Y el hambre! Hambre de muchas cosas, algunas de ellas imposibles de saciar.  Aquellos nazarenos, poco tenían que darle, y puede que por ese instinto solidario     que une a las gentes en momentos difíciles, le ofreció cuanto podía, que no era mucho, pero quiso poner en sus manos lo más valioso, pues aquella muchacha voluntariosa les inspiraba la suficiente confianza como para entregarle a sus hijos, convencidos –y no se equivocaron- de que ella podría proporcionarles algo de lo que tantos carecían, una buena educación.

    - Publicidad -

    DEJA UNA RESPUESTA

    Por favor ingrese su comentario!
    Por favor ingrese su nombre aquí
    Captcha verification failed!
    La puntuación de usuario de captcha falló. ¡por favor contáctenos!