Señor y Dador de Vida

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( Juan 20, 19-31) Cuando los discípulos descubren que Jesús, el que sus dirigentes y la cobardía de su pueblo habían crucificado, está vivo inician un camino religioso único y excepcional.

Que el sepulcro estuviera vacío, o que su maestro hubiera vuelto a la vida, o que su alma estuviera en la plenitud de Dios eran creencias religiosas habituales en otras religiones, incluso había algún antecedente en el Antiguo Testamento con el profeta Elías. Pero lo que ellos experimentan desde la totalidad de su persona es que en Jesucristo su angustia, y la de todo hombre y mujer, se convertía en paz; que en Jesucristo su cobardía se convertía en arrojo; que en Jesucristo su tristeza se convertía en alegría; que la muerte que es dueña de una parte importante del corazón de cada uno de nosotros retrocede y es vencida cuando ponemos nuestra confianza íntima e históricamente en Cristo.

Jesús de Nazaret no había vuelto meramente a la vida: su Espíritu era Señor y dador de Vida. De una vida que no acaba, de una vida que no se ve ensombrecida por el egoísmo, ni por los recelos, ni por los miedos, ni por el sufrimiento, ni por la muerte.

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Tomás, uno de los doce, no había experimentado la Vida Nueva, y dudaba, como no podía ser menos, de que Cristo viviera. Cuando en el seno de la comunidad experimenta la Vida de Cristo no puede sino exclamar: ¡Señor mío y Dios mío! Nuestras pequeñas dudas sobre Jesucristo no se resuelven con pequeñas verdades ni con pequeñas certezas. Nuestra duda sobre la fe en Jesús sólo se resuelve con la gran experiencia que nos deja admirados: El Espíritu de Jesucristo es Señor y Dador de Vida.

No aclararemos nuestras “cabezas” si no ponemos nuestros ojos en el cielo.

 

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