(Juan 1, 1-18) Puedes creer en Dios o no. No trato de convencerte.
Puedes pensar que el orden y la armonía de nuestro mundo, y que la humanidad de nuestra vida –más evidentemente necesaria ante los acontecimientos de violencia e injusticia que vivimos—son obras del mero azar, o de Algo que así lo ha creado. Piénsalo.
Puedes creer que ese Algo es una Causa Primera a quien los problemas de los hombres y mujeres de nuestro mundo deja frío, o creer que el diálogo íntimo que vives en tu corazón no es mero monólogo, sino algo parecido a un diálogo con quien te entiende, con quien te anima, con quien nunca se deja chantajear ni engañar. Puedes creer que Dios es Padre o Causa
Primera; piénsalo.
Puedes pensar que una vez que esta vida se ha acabado ya dejamos de existir para Dios y para los hombres. O que si el corazón del hombre, voluble y egoísta, no olvida a quién amo, cómo va a abandonar en la nada a los hijos que con tanto cariño escuchó, animó, corrigió y fue conduciendo en la vida. Piénsalo.
¿Pero que ese Dios Padre ha querido tanto a la humanidad que se ha hecho hombre para conmover nuestro corazón, para salvarnos desde nuestra libertad, para suscitar en nosotros la ternura y la bondad que nos convierten en seres humanos? ¿Creer que Dios se hace un niño…? Eso es absurdo.
¿Se enamora un científico de una fórmula matemática? Creo, porque es absurdo.