(Mateo 22,34-40) A Dios nadie lo ha visto jamás, dice la propia Escritura, sólo el Hijo Único del Padre que nos lo ha dado a conocer. Por eso el único camino que tenemos para acercarnos a Él, que es la plenitud que todos anhelamos, son los signos que nos lo manifiestan.
No podemos ver a Dios, pero podemos dejarnos inundar por un signo de su belleza en el atardecer de esta tarde, en la quietud de la noche si apagamos la tele o en el vuelo remansado de un gorrión a la altura de nuestra ventana.
No podemos ver a Dios, pero podemos dejar que su presencia en cada persona nos interrogue y nos haga salir de nuestro ensimismamiento, de nuestra falsa soledad poblada de fantasmas y obsesiones. El corazón de cada hombre, de cada mujer, con los que hablamos está siendo trabajado por Dios, constante, continuamente, igual que el nuestro. Y Dios quiere para todos ellos, como para nosotros, que crezcan en el amor, que sean felices de la única manera que podemos serlo las personas.
A Dios no podemos verlo, pero presente en todas las cosas, en todas las enfermedades, en todos los acontecimientos, nos enseña que todo lo que nos ocurre es relativo, pasajero; y que todo puede servirnos para encontrarlo a Él que es la fuente de la vida.
Los cristianos no tenemos Ley, en lugar de ella se nos ha dado un hombre, que es Hijo y Hermano, para que en cada persona lo encontremos a Él; para que en el fondo de nuestra propia vida, lo descubramos a Él; para que sabiéndolo, sintiéndolo a nuestro lado digamos: ¡Abba, Padre!