De todos es conocida la historia o leyenda del rey Fernando III y la invocación a la Virgen solicitando su ayuda para conquistar Sevilla. “Váleme, Señora”, rezó el rey; y el primer signo de la ayuda divina fue el agua que calmó la sed de sus tropas y el segundo signo fue la conquista de la ciudad de Sevilla.
Pero no hubiera pasado de ser una casualidad más de la historia (¿cuántas batallas no se habrán perdido invocando también a la Madre de Jesús como intercesora y abogada?), si la vida de Fernando III no hubiera respondido con coherencia y generosidad al don de la providencia, respetando la vida a sus contrincantes y enemigos, y siendo un rey justo y misericordioso en el contexto histórico.
Siempre que pidamos ayuda a Dios hemos de ser conscientes de que toda nuestra vida, todo lo que somos, todo lo que existe en Él se fundamenta, a Él se lo debemos. Pedir a Dios es hacernos conscientes de que nada nos pertenece y que, por eso, nuestra actitud ha de ser la de trabajar generosamente por un mundo más justo y humano.
A Dios el agradecimiento, la reverencia, la ofrenda de todo lo que somos. A los hombres y mujeres que nos rodean –se llamen César o José Luis- nuestra ayuda, nuestro respeto, nuestro compromiso real por los más pobres; y también nuestra denuncia y oposición ante toda actitud hipócrita o inhumana.